El ciego Amor se me posó en los ojos
y te vi como sólo puede él ver a sus hijos:
coronada en la noche de fragantes guirnaldas
y danzando en silencio a la luz de la luna,
en un temblor de sistros que agitaban tus manos.
Tú misma te encargaste de romper el hechizo;
tú misma, tú, esa magia, ese encanto, los dones
que el azar impasible así nos ofrecía,
como quien te regala sin motivo una rosa.
Y el dios loco escapó: huyó espantado y solo,
hacia alguna otra parte, los párpados sellados.
He aquí tu grandeza, tu miseria, tu sino.
Tu victoria también sobre un dios inocente:
durante un breve tiempo las divinas miradas
se fijaron en ti y me fueron dictando
cosas que están aquí, que aquí se quedan quietas
y me salvan de ser tan sólo un pobre imbécil,
y a ti (no, no es necesario que me agradezcas nada)
de ser sombra y ser polvo y ser nadie y olvido.