Dos miradas se amaron en secreto
durante muchos años. Dos palabras
no dichas. Dos palabras que nadie
habrá de pronunciar. Pobres tesoros
que guardan pobres páginas. (Lo mismo
que este roto jardín, el delicado
amor de Abderrahmán.)
Poemas de Víctor Botas
Entre las olas que se obstinan
en la arena
y los tamarindos que se mecen
en manos de la brisa
surge
súbita como un salto
de gacela
la mirada temible de una niña.
¿A qué ese vano afán? ¿Es que no sabes
el fin para el que estás determinado?:
andar, andar sin rumbo, andar en cierto
modo como si ciego, por lugares
que nunca podrás ver. Piensa un instante:
¿de qué te sirve el oro?
La espuma y altas proas en la espuma
de las playas de Italia y de Virgilio.
Ese Eça de Queiroz tan estirado,
y toda la ironía que se trae en sus páginas.
París, que se resume en las mañanas
grises de Simenon.
Tu carne
tan desnuda
quieta
en la oscuridad
Tus pechos
dos
temblores
dos
lunas
en medio de la noche
Mis brazos
te rodean
violento
cuerpo a cuerpo
lucha
que sólo acabará
conmigo
sobre ti
conmigo
que me voy enredando en esas algas firmes
húmedas
suaves como tentáculos
Hasta que allá
en la calle
se acerque el alba de puntillas
sorbo
una a una tus lágrimas
gozosas
mansamente te lamo
chupo
igual que chuparía
un niño un caramelo
de frambuesa
Tu boca
ahora me sabe a almíbar
ahora
a cortezas amargas de naranja
Veo
a Dios
justo en ese momento en que mi cuerpo
se vacía de golpe entre tus piernas
Dices
(y es muy cierto)
que soy tímido y muy muy indeciso
y que siempre consigo lo que quiero
lo malo
es que tan sólo quiero
un poco más
de ti
un poco
más
en esta larga noche que se niega a morírsenos
así de cualquier modo
entre las manos
Estoy solo
Amanece
Una campana salta como un gato
sobre todas las cúpulas
las cópulas
y todos los tejados humeantes
La bruma
suelta su pedrería en la ventana
araña
los cristales
y me muerde la espalda con desgana.
El paso innumerable de las olas.
La inquietante presencia del crepúsculo.
La noche en el sauzal, depositando
su voluntad de sombras.
Pero no estabas tú, y aquel instante
en vano negará
su propensión a olvido.
El ciego Amor se me posó en los ojos
y te vi como sólo puede él ver a sus hijos:
coronada en la noche de fragantes guirnaldas
y danzando en silencio a la luz de la luna,
en un temblor de sistros que agitaban tus manos.
Esta noche, Francesca,
tus ojos son dos pájaros y van
en vuelo delicado
hacia un silencio verde de hondas ramas
sin nadie.
Vuelo quieto del ibis impasible,
del ibis mayestático sobre un Nilo ya apócrifo.
Ojos en los que siempre siempre está
soñando cosas raras
una esmeralda líquida en peligro.
Ojos tristes. Azules.
No conocen, mas saben.
No miran, pero duelen.
Se derraman
gota a gota en el vaso
íntimo de algún sueño.
Fueron.
¿Recuerdas una tarde en que te puse flores
granates en el pelo, allá en el Aventino?
Parecías talmente una diosa pagana.
O mejor, una ninfa: la Dafne legendaria
que jamás tuvo Apolo, por obra de los dioses.
Esa tarde aún espera su momento preciso,
temblando en cierta página de un libro ¿Y aquella
noche antigua, su tibieza de estío, rodeados
de faunos y bacantes, de amorcillos inquietos,
en un café de Vía Veneto?
Más de una hora inquieto,
tratando de encontrarla por las calles, apostado
en sitios estratégicos esquinas
en teoría casi inevitables, húmedos
bares de tres al cuarto, paradas
de autobuses
qué se yo
y ahora,
ahora estaba ahí,
tranquila,
tan campante, guapísima, del otro
lado del cristal.
Ciertos andares levemente hombrunos;
un diente que ahí está
descolocado;
la nariz regordeta, o bien, alzado
su arco un poco más de lo que algunos
puristas (pienso en Fidias) aconsejan.
Aquella piel tan pálida que muertos
ya sus pies te parecen; los inciertos
pasos adolescentes que se alejan
(¡y, oh Dios, con qué torpeza!) de ti; esa
diabólica sonrisa
Cuántos años
y no entender aún de qué extraños
ardides usa el Ciego con su presa.
Tienes ojos extraños.
Palpitantes caderas con inquietud de río.
Lentas ondas oscuras que tiemblan en tu frente
como algas mecidas por las olas.
Tus manos bien podrían alzar en vilo el mundo,
frío cáliz de espanto ofrendado a los dioses.
a Paulina
Un castillo de naipes que se vino
abajo, para siempre; tu pasado:
horas que fueron tristes; el transcurso
de un ebrio atardecer; días fugaces
como guirnaldas súbitas, honrando
las sienes de tus hijas. Qué de errores
al cabo de los años.
Las manos de la diosa
no prodigan
calor.
Vale mil veces
más la humilde ternura de esas otras,
comunes y encontradas
en la noche del puerto,
que toda la destreza de Praxíteles.
El instante es azul
El mar, aquella quieta
piedra verde que ocupa la mañana
Palpitante
abierta como un párpado
la tentación
me asalta
Venus
emergente en la espuma
muy joven
delgadita
y con bañador rojo.
No te engañes: no hay más que dos caminos.
Mas puedes escoger, así que deja
tu estameña y el cuenco de las gachas
y cúbrete en silencio de orgullosa
púrpura, suave lino, azul diadema,
o de húmedas guirnaldas palpitantes,
y avanza como un rey o como un toro
que inmolaran los flámines a Júpiter.
Este asombro de ser apenas una
parte del universo, y ser sin duda
tan vasto como el orbe, y ser gemido,
e instante, y eco, y dardo sin destino
ni otra cosa que un rumbo me depare.
Este ser una sombra que no sabe
ni puede comprender, que olvida acaso
porque es su condición.