Yo rodaba a tu suerte por la ladera abajo,
éramos un ovillo, una hoguera encendida;
dos cuerpos que rodaban desnudos hacia el valle,
carne fresca y elástica que el amor había herido.
Recuerdo que las risas no nos importunaban,
ni las zarzas que ansiaban dejar huella en tu muslo.
No importaba la luna, monedita de plata,
ni el cri cri de la noche con mil grillos despiertos.
Yo te amaba a mis anchas, porque así lo pedías,
eras dona en su juego, danzarina imprevista;
carne prieta y rotunda que abrasaba mis manos
o, de pronto, tigresa con sombras a la espalda.
‘Ven aquí’, te decía navegando en tu hondura.
‘Ven aquí’, cuando tu alma me mordía en la boca.
‘Estos brazos tan bellos no podrán retenerme’
y más firme ceñías contra mí tus caderas…
En la noche de agosto, cuando Virgo es quien rige
dos cuerpos enlazados la floresta perfuma…
Arriba las ruinas son emblema emisario
de un amor que se sueña ser eterno en el tiempo.