He mirado tu desnudo flotar
en las tranquilas aguas de mi estanque…
Corres hacia la flor, hacia la nube
de un paraíso y brilla tu desnudo, la antorcha
que ha dorado en la sien el humo del deseo.
Cristal y amor te cercan, una danza,
un reflejo del cielo en la sonrisa.
Poemas de José Lupiáñez
Soñando va la tarde en su divisa
y azul la vida marcha hacia el ocaso.
(Acuden siempre pájaros los jueves).
Dolor, es un decir, no siento mucho,
ni nada que al dolor se le asemeje.
(Me gustan los colores de tus guantes).
Del mar, en los adentros,
donde las aguas refulgentes, aún cálidas,
espejean por el astro más bello que conozco,
vide aquella barcaza donde los dos se amaban,
y cómo discurría lentamente.
Ella volcaba todo su candor y con júbilo
era un ovillo hermoso prendido a su cintura.
Yo noté que apretabas, Florinda, mi cintura,
que tus manos me hacían resbalar hasta el cielo,
que tu poma dulcísima me estallaba en los labios
y tus brazos me alzaban para siempre al seol.
Yo noté que rondaba tu manzana redonda,
que mordía la pulpa cada vez más sediento,
que los dientes dejaban su mejor tintineo…
Me sangrabas con perlas, con anillos y ajorcas,
tu pulsera, el diamante, me rasgó ¿lo recuerdas?
Como la tarde
que posó una mínima
caricia en tu desnudo,
o el sol dando en tu vientre;
como la tarde toda desprendida
sobre tu seno blanco;
como la tarde me detengo absorto
en la maleza débil de tu voz
y giro en torno a ti,
como la tarde,
deshaciendo este lecho
que ahora esconde en su entraña
tu delirio.
Si el tiempo me persigue
me ocultaré en el mar,
regazo inmenso que me envuelva
lejos de las orillas.
Allí,
(lejos de las orillas),
en el adentro más remoto,
flotar acaso me veréis
-barquilla blanca-
con los brazos en cruz…
Digo:
si me persigue el tiempo,
buscadme por el mar.
A la mitad del día
corrimos hacia el mar, hacia la oscura
ola de azul y de vaivén,
de brisa y de pequeños mensajes
extendiéndose lejos o viniendo quizás
hasta la roja estampa
De la orilla sin huellas.
A la mitad del día, nuestros cuerpos,
recibiendo la luz,
se hundieron en la informe
oquedad sin estela.
Ves discurrir la tarde
con un manso silbido
de lágrima en los ojos,
de música sagrada
en cámaras vacías.
Estancias o dominio
y el perfume en el aire
de labios aleteando
por amor de las nubes,
al roce del deseo…
Su voz será la oscura
sequedad de los campos,
la lluvia o el silencio
que devuelve la frente;
su voz como la queja
inmóvil en los días,
os dejará un olvido
de rostro sin imagen.
Jamás la vida breve
abrió para tus plantas
sus hojas grandes,
ni sus rojas flores;
ni derramó en tus días
sus perfumes extraños.
Jamás te dio una luz,
una esperanza de alas,
ni te llevó hasta aquellas
heredades ignotas
en las que el mundo adquiere
rostros desconocidos.
Al despertarme beso
los labios de mi amada,
que saben a mango y a miedo.
Y me tranquilizo.
Tiene la piel suave
como un amanecer
y lleva en sus tobillos
las ajorcas de plata
que tintinean en mi lecho
y envidian mis hermanas.
Raki al atardecer,
turbio en el vaso.
El cafetín humea
y las narghiles
dispersan por el aire
un olor a manzana.
Fija el sol su reflejo
de sangre en los cristales.
Mostachos casi azules,
ojos negros con cercos
misteriosos y tristes.
Sombras por las esquinas de la noche,
luna roja de sangre, ojo colérico,
que desde el aguacero nos contempla.
Noche de las sirenas, mar de invierno,
luces lejanas figurando astros,
lluvia en el rostro, pesadumbre amarga.
Bajo los altos arcos de la niebla
pasan los catafalcos de los buques,
purpúreos y solemnes, silenciosos…
En las noches lascivas, amables, suntuosas,
nos miran desde el lecho vibrantes, decididas,
desde el lecho que ha sido la góndola azarosa
donde el amor dejaba sus rosas escondidas.
En las noches lascivas nos miran insistentes,
y sus brazos reclaman más dulzura y más brío,
y sus brazos nos rondan, nos prenden de repente
con la lenta amenaza de un mejor desafío.
Hubo una flor, un lecho
donde aprendiste pronto la sombra
del deseo, la juventud de un cuerpo
vencido como nave, la soledad
que el alma dejaba en otra frente.
Hubo como una música
saltando de los labios,
como una espina en sangre,
clavada a tu memoria.
Brillan crestas de luz en el mar de la noche
y un desvelo de sombras de olas ondulantes;
brillan olas oscuras, altísimas, adversas
en la nada infinita que nos muestra su filo.
Bajo este mar antiguo laten dos corazones.
Nada existe, ni el aire, sino brillos y ritmos;
no existen los insectos, ni siquiera el perfume
sino brillos y ritmos; ojos que no se miran.
La imposible belleza de ese perfil me tienta,
las luces de la noche dando brillo a sus ojos,
la hermosura y el vértigo, la espiral que me acerca
los labios deseosos y el amor y su niebla.
Ojos desconocidos que tanto me conocen;
labios que besarán los labios de la dicha:
distancia que no empuja, que conduele o desvive
al pecho que se altera junto a un pecho que vibra.
Cómo se trenza el amor en las tardes,
mientras todo sucede sin vértigo y el sueño
cumple asilo de formas y de imágenes.
Cómo se trenza y cómo no desvía su ser:
el sueño pende. Los labios se han dormido,
la flor cae de su rizo; sueña la frente y cunde.
Por los aires
sombríos
de la noche
de octubre
va mi dolor
volando
hacia ti,
sin consuelo.
Atraviesa
las nubes,
dice adiós
a los pájaros,
y es a tu corazón
a donde apunta
su queja
sagitaria.
Mi amor va a la deriva como un barco sin rumbo;
su corazón heridas, sin par, lleva marcadas…
Mi amor se va alejando de sus horas gastadas
y alivio busca sola por los puertos del mundo.
Qué estela tan amarga va dejando en mi vida
su celeste congoja, que curar quise en vano;
no pude retenerla, se soltó de mi mano
y a su destino corre, sin que yo se lo impida.
Todos sufren por ver tu corazón,
se acercan a tu casa con las paredes blancas,
se mecen en la música de aquel viejo país
en donde naces. Y tu alcoba se inunda
de amistosa cadencia…
Oh lentas, suaves notas del armonio,
llenáis mi ser de bosques, de caminos
brillantes; vuestra danza desnuda
esa grávida estancia
donde juntos libamos un cálido
aguardiente.
Sé que mi corazón alguna tarde
recordará estas aguas quietísimas
del Mar de Mármara y este liviano
encantamiento azul
del cielo que las sueña. Sé muy bien
que mi corazón alguna tarde,
en el jardín, quizá, ya del crepúsculo
buscará este frescor, estos reflejos
del lento amanecer que ven mis ojos.
Este sol va dorando lentamente mi alcoba,
que es un raro navío que ha perdido su rumbo;
de tristeza se duelen abatidos velámenes
porque la brisa esconde su ráfaga inocente.
Esta tarde se incendia lentamente mi alcoba
con los últimos dardos de algún sol que consigue
alejar más errantes por el cielo mis sueños.
Desde el Bazar Egipcio
se expande por el aire una oleada
de esencias. El humo primitivo
de los hogares adormece a la tarde,
que huele a mar y a profecía.
Triunfa en el aire, loco por el perfume,
la oración desgarrada de las mezquitas,
la que gime o invoca
el nombre santo de Alah.
Contempla allá esa luz
que hacia el poniente es sangre.
Esa luz que parece inventarse la ciudad
en sus atardeceres. Distinta cada día,
contémplala desde aquí y mira cómo asciende
desde la urbe que la sueña,
mientras se van haciendo eternos los perfiles
de cúpulas y de minaretes.
Hay versos que guardaron la nostalgia
de hermosos cuerpos que abracé otro tiempo
y que aún avivan la memoria, inerme,
de muchos besos y de algunos nombres.
En otros aún resuenan las semillas,
las cuentas del azar que fue mi vida
y dejan sus sonidos en la mente,
las huellas de aquel paso de la gloria.
Aquí aguardo sentado
cerca del sol, sin prisa,
contra el muro de luz
que es parte de mi casa.
Aguardo a que termine
lo terminable un día;
mi sombrero me cubre,
apenas si levanto los ojos
hacia el cielo:
prefiero la victoria mil veces
de la cabeza baja,
y el corazón quebrado
en un sinfín de partes.
Es la hora del regreso:
el camino que verde desafiaba a la tarde
habrás de desandar en esta hora nocturna.
Te alumbrarán las débiles luciérnagas
y las cumbres lejanas vigilarán tus pasos.
Las mismas ramas, aún cuajadas de trinos,
te saldrán al encuentro.
Delgada es esta tarde de julio,
inmóvil,
asida a las columnas
que se alzan
sobre la hierba blanda
Delgada es esta tarde de julio
que decae con dulzura,
como las manos
que no atienden al sol,
ni están alerta
al paso de las horas…
¡Qué tristes dan los cuerpos
una vez y otra vez
contra esta paz eterna,
para perderse ardientes
por la trama olvidada
del asombroso cielo!…
(Sentados en el banco del parque
se presiente la noche
tras de la luz en calma,
desnuda, sorprendida
en su propia penumbra
y silenciosa):
Las palabras, la gente,
en su nuevo color
la misma tarde ahora,
nuestro amigo que calla:
todo se borra al filo de los árboles,
todo es oscuridad que se remonta
azul, veladamente,
lo mismo que el Jardín
cerrado, se suelta en el olvido
para perderse
en la aventura del ensueño.
Guarda mi corazón el balanceo
de las altas palmeras, que un aire azul
agita en la noche benigna.
Siento en mí sus raíces nutrirse de mi sangre
y que sus altos troncos, ingrávidos, insomnes,
llevan las cicatrices, las marcas cenicientas
de mi alma, que un día tatuaron los dioses.
Aquí en lo oscuro
quedo pulsando mi dulcémele,
mientras veo que te alejas
feliz, contra la línea del horizonte.
Mueves el cuerpo al son de mis acordes,
cada vez más distante, más cómplice,
y un ritmo de secreto te hace tan diminuto.
Asisto al despertar del nuevo día
en las hermosas playas de Kovalam.
Saludan a mis ojos las palmeras
agitando sus ramas solemnes como brazos
y el mar, el Mar de Arabia, con sus peldaños
de espuma hacia el infinito.
Sobre la orilla lenguas de sal que se suceden
en un vaivén sin tregua: mueren, viven,
vienen del horizonte borroso por la bruma,
desde aquel horizonte que el misterio ha trazado
y hasta mis plantas llegan en su oscilar salvaje.
Una noche en París me raptó Marie Claire;
me tomó de la mano, me llevó a su mansión,
me tendió sobre un lecho, se quitó el camisón
y mostró sus encantos, que eran dignos de ver.
Derramó sus oscuros cabellos sobre mí
y abrazó bien mi vida, que no vale un real.
Desde la torre observas cómo cae la tarde,
las últimas montañas perdidas con la niebla,
los árboles que ascienden levemente, el abismo,
el fulgor de los astros que brillan por tus ojos.
Cerca quedan las playas del Sur, amplias
y lentas, vacías a esta hora en que el mar
se desvanece en fuegos.
Yo rodaba a tu suerte por la ladera abajo,
éramos un ovillo, una hoguera encendida;
dos cuerpos que rodaban desnudos hacia el valle,
carne fresca y elástica que el amor había herido.
Recuerdo que las risas no nos importunaban,
ni las zarzas que ansiaban dejar huella en tu muslo.
He vuelto a la blancura dolorosa
de las amadas cumbres,
que guardaron con celo
los días de la lejana juventud.
Aquellas blancas cimas que escondían
el milagro indeciso de un tiempo
al que, en vano, persiguen mis palabras.
Porque entonces la vida era esconderse
entre las blancas cotas de un milagro infinito
y respirar el raro perfume de las cosas,
en el reino sin nombre de las nieves efímeras.
Cantan dulces baladas con los labios pintados,
tienen los corazones rotos por el amor,
llevan gemas sombrías en sus dedos tan pálidos
y en sus frentes que un astro porque sí decoró.
En las noches siniestras beben su bebedizo
y pasean su amenaza con amargo desdén,
y ahora cantan sombríos lo fatal de su hechizo,
y ahora viven si mueren con eterno vaivén.
Repica el agua en la verde maleza
que ahoga las tumbas de los antepasados:
estelas inclinadas y hundidas en la tierra
llevan grabadas frases que en su vida
los muertos idearon. Sentencias y deseos,
sueños tallados en la piedra.
Y ahora la lluvia toca sus pensamientos
y resuena también, verde y furiosa,
en la maleza que es su única amiga.