Pequeña crónica de la fundación de una ciudad de Juan Domingo Argüelles

Sobre esta piedra,
junto a este árbol retorcido
ya harto de la vida
ellos fundaron la ciudad.

Tal vez vinieron, ellos, tras las cosas;
tras las casas vendrían otros, los postreros.
Luego vendrían los amores
y los primeros nombres de la vida,
tenues apenas, inseguros,
pero certeros ya para el dolor.

Dejo para después la relación
de las canciones bajo el árbol,
y los jóvenes tristes y las tristezas jóvenes.
Dejo el olvido,
y el olvido pasa.
Y dejo para luego aquella historia
de los enamorados que murieron
de alguna forma
y por cualquier motivo.

Porque murieron vida
como pudieron vivir muerte
y sin embargo
aquí quedan las muelas
que el ratón no ha logrado terminar,
el cadáver azul ya hecho ceniza
en el fondo del mundo.
Y aquella foto que sonríe
y que es constancia
de que existieron más allá del polvo
con esos ojos,
esas bocas,
esos gestos de ayer
que el tiempo apaga pero no devora.

Aquí dejo el olvido.
Aquí lo pongo
para que venga el olvido
y se lo lleve.
Olvida, oh vida, el olvido,
olvídalo.

Allá está la ciudad.
El pájaro en la rama.
El sueño quieto sobre la ternura,
el ojo abierto que atestigua y cuenta
y el eco y el reflejo petrificados.

Desde el balcón hablaba ella.
Hablaba con la vida, lo sabemos.
Su risa era una racha de alegría
y una fiera el suspiro.

Palpo la vértebra,
el pecho que se agita,
el pulmón que bombea,
el seno ardiente,
su pezón, cereza.

El vértigo lo dice.
Aquí estuvieron.
Se besaron.
Se amaron.
Se vivieron.

Se tocaron.
Se vieron.
Se olieron.
Se bebieron.
Y así fundaron la ciudad.

Y allí donde hoy están las ruinas negras
el amor fue perfecto
—todo amor es perfecto—
para salvar la luz y el corazón.

Duran más las palabras que las piedras.