Yo sé que no podrás
ayudar a tu hijo,
como ayer,
a tratar las palabras
como si fuera hoy el primer día
que las descubre y las pronuncia:
no podrás evitarme
la ingrata piedra del lugar común
con que tropiezo y caigo
como todos tropiezan y todos caen
ante la risa infame de la solemnidad.
Yo sé que no podrás
evitarme siquiera
la nostalgia que es íntima
y, ya se sabe, reaccionaria;
porque ahora llegas
o te apareces nada más
o yo te traigo de la mano
y te muestro las ruinas
de aquella edad azul
igual que el mar que nunca vimos juntos
por la costumbre de tenerlo
siempre al alcance de la mano,
en asedio constante
como la oscuridad.
Igual que el porvenir es el pasado
y lo que pierde uno en descubrirlo
no es tiempo ni optimismo:
sólo una vieja calle
de una ciudad lejana
o un recuerdo que nadie
pretende recordar;
o la lluvia que tiene
la virtud de volvernos sedentarios
mientras la contemplamos
como un prodigio o un milagro.
Yo sé que no vendrás
a poner la certeza
ahí donde yo pongo el corazón
e intento con palabras
revelar una imagen,
una imagen siquiera
de una infancia lluviosa
y un pasado presente
que perdimos los dos.