Fisuras interiores,
grietas por donde se filtra gota a gota
el líquido espeso y apremiante
de esa invasión profunda
que llamamos oración.
La oración, que no es algo que se reza
sino una inclasificable sustancia
que no está hecha de un decir,
aunque a veces se abrigue con palabras
o fragmentos de palabras,
como el sueño se viste de fábulas rotas,
con desarticuladas historias que descarrilan al pensamiento
y encarrilan, en cambio, el sagrado estupor
que tapiza el lado oculto de los seres.
La oración y el sueño se parecen:
son dos entidades o elementos
que gotean en los entresijos de una nada
que se asemeja a algo.
¿Qué ocurriría si se abrieran de pronto
esos lentos arcaduces,
esos estrechos canales
por donde se filtra la oración
y quizá también el sueño?
¿Se mezclarían ambos acaso?
¿Un torrente arrastraría al hombre
desde su propio interior?
¿O tal vez sólo la oración continuaría goteando,
implacablemente goteando
con el mismo ritmo y la misma medida
por la imprevista abertura?
Es probable que la oración sea una parte fija,
una porción estable
de la naturaleza de cada hombre,
la aplicación de una discretísima posología,
una cuota inmodificable como el sueño.
La dosis establecida
de una extraño y casi abrumador rescate
que llevamos en el centro
de nuestra propia sustancia.