Primer amor de Carlos Barral

No lo supimos la primera vez;
lo extraño,
que lo hacía distinto de los sueños,
no estaba en ella, ni
en ser menos real,
más pálida y ausente,
humana donde el mórbido cuerpo imaginado.
Tampoco en la premura
de gestos que, al contrario,
habíamos fiado a maravilla
ni en las voces que nunca imaginamos
-«De un pueblecillo cerca de Jaén»,
decía, todavía en rosada
ropa interior,
como en un envoltorio de farmacia.
Y luego de rodillas,
cerca, sobre la cama
esquemática:
-«Ya ves,
a mis hermanos,
que están bien situados,
esa empresa…»
Y de pronto una parte
del cuerpo
próxima se imponía,
mostraba su imprevista materia
y hacía que nos olvidásemos de nosotros mismos,
y, como en un relámpago,
amásemos la realidad
y aquella dulce imperfección inmediata.

-«Mi madre con los años…»
Había unas cortinas de bordes oxidados
y un perchero
como las mecedoras del verano.
Pero un día
(aunque quizás el tiempo nos engañe
y sea sólo ahora) comprendimos,
supimos de aquel vértigo más hondo
que los minutos en secreto.
Era en las escaleras o en la sala:
aquel señor con aires oficiosos,
el mecánico verde todavía
de grasa, o el alumno,
no estábamos seguros, del colegio,
la gente que encontrábamos, los ojos
que hacían que miraban otra cosa.
Porque habíamos sido
cuidadosamente guardados del contagio,
meticulosamente preservados, y, un momento,
tiraba de nosotros el instinto
más fuerte, nos hacía
extrañamente solidarios.
Ciudad arriba, luego, en el camino
de forzoso regreso a la costumbre,
sentía vagamente -me parece-
algún alivio a mi respecto,
más amigas las cosas, menos prieta
la atención a mí mismo,
como si aquella sensación durase.
Y eso era todo, creo, era muy corto.
O tal vez algún día
escogía un camino sinuoso,
buscaba los repliegues
azules, las aceras
curvas,
donde los niños juegan a los naipes
a la luz de un comercio de ortopedia;
los cielos con alambre
y la humedad afectuosa
de las plazuelas apartadas.