La tarde me asaltaba como una primavera
en Arezzo, y yo cedía al repertorio
de emociones y usos de poeta: deidades
se materializaban a mi voz, faunos ígneos
amenazaban cada gruta, sombras
de mí mismo me esperaban bajo el tapial de álamos.
(Todavía no he hablado, ni lo haré,
de otros podigios, alcotán o ninfa Egeria,
clase de francés a mis doce años o recuerdos de una guerra no vivida,
primeras horas con Montaigne o inútiles lecciones de solfeo,
minotauro de Picasso y poesía entre mis apuntes, toda una memoria abolida
por el silencio encapuchado de esta tarde.)
Penitente el jardín, las hojas ciegas
amarilleaban obstinadamente. Sin duda vine a esto,
y no llamado por un rito o mística
revelación; sabiendo, y aceptando,
que nada iba a hallar sino en mí mismo. Así el jardín es otra
imagen o rodeo, como al final de un súbito pasillo
la luz se abre y el blacón llamea,
ignorado hasta entonces; o más bien
la pausaentre relámpago y relámpago,
cuando en la oscuridad todo es espera
y de pronto llegó (¿pero era esto?). Luces
inquietan el jardín, como el balneario
– un quinteto en la pérgola, té, gravilla – donde aún es posible
reconocerse, aquél, bajo los sauces tártaros,
y estar allí sin que nadie lo sepa,
como uno que viajó consigo mismo en el avión, entre brumas neerlandesas,
y aún hoy lo ignora.
Fácil, fácil conquista, marzo y árboles rojos.
Surtidor el unánime, tened piedad de mí.