Que ha cambiado, dijera, toda la faz del mundo,
desde que oí los pasos de tu alma moverse
levemente, ¡oh, muy leves!, junto a mí, deslizándose
entre mí y aquel borde terrible de la muerte
tan clara, donde hundirme creí; mas fui elevada
hasta el amor y pude saber un nuevo ritmo
para mecer la vida. La copa de amarguras
que Dios nos da al nacer, apuraré gustosa,
loando su dulzura, amor mío, a tu lado.
El nombre de las tierras y el del cielo se mudan
según donde estés tú o hayas de estar un día.
Y este laúd y el canto mío, que quise antaño
(los ángeles canoros bien lo saben), los quiero
sólo porque tu nombre se mezcla en lo que dicen.