La mamá le decía que era su joya.
Una noche el enano comenzó a sospechar, sobre todo cuando ella le vertía oro derretido sobre el cuerpo.
El enano se hacía el dormido. Levantaba un solo párpado, pues el otro se le había quemado.
La mamá le cantaba:
Hijo reluciente de mi corazón
serás el adorno perfecto
en mi solapa de visón.
No se entendía por qué el enano se movía cada vez menos.
Hasta que un día los costados de la cama lo apretaron. Tenía unos garfios amarillos sobre el pecho y la boca llena de perlas y le era muy difícil llamar a su mamá.
Pasaba largos meses encerrado en una cajón de terciopelo.
De pronto le cegaba otra vez la luz. Lo que más le llenaba de alegría eran estos momentos, cuando su adorada mamá le pasaba una franela para sacarle brillo y luego lo prendía a su abrigo.
¡ Ah, cómo es de bello el otoño!