Entré a la vasta veleidad del piélago
con humos de pirata…
Y me sentía ya un poco delfín
y veía la plata
de los flancos de la última sirena,
cuando mi devaneo
anacrónico viose reducido
a un amago humillante de mareo.
Poemas de Ramón López Velarde
a Josefa de los Ríos
* 17 de marzo de 1880
+ 7 de mayo de 1917
Amada, es Primavera.
Fuensanta, es que florece
la eclesiástica unción de la cuaresma.
Hay un alivio dulce
en las almas enfermas,
porque abril con sus auras les va dando
la sensación de la convalecencia.
Plaza de Armas, plaza de musicales nidos,
frente a frente del rudo y enano soportal;
plaza en que se confunden un obstinado aroma
lírico y una cierta prosa municipal;
plaza frente a la cárcel lóbrega y frente al lúcido
hogar en que nacieron y murieron los míos;
he aquí que te interroga un discípulo, fiel
a tus fuentes cantantes y tus prados umbríos.
En las alas oscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.
No he buscado poder ni metal,
mas viví en una marcha nupcial…
Me parece que por amar tanto
voy bebiendo una copa de espanto.
Claroscuro de noche y de día;
corazón y cabeza y hombría,
los tres nudos que tiene mi ser
a la buena y la mala mujer.
El alma llena de recogimiento,
mudos los labios, me detengo en cada
lugar de tu mansión, ensimismada
cual si la fatigase un pensamiento.
El naranjo medita. En el momento
en que estoy en tu alcoba, la almohada
me dice que en la noche prolongada
tu rostro tibio la dará contento.
Al decir que las penas son fugaces
en tanto que la dicha persevera,
tu cara es sugestiva y hechicera
y juegan a los novios los rapaces.
Al escuchar la apología que haces
del mejor de los mundos, se creyera
que lees a Abelardo…
En voz parlera
dialogas con los pájaros locuaces.
De la mañana el resplandor incierto,
cuando el órgano eleva sus cantares,
te he visto comulgar entre azahares
de la iglesia en el ángulo desierto.
Así también mi corazón ya muerto
llega de tu piedad a los altares,
implorando les des a mis pesares
la comunión de tu cariño yerto.
A Tórtola Valencia
No merecías las loas vulgares
que te han escrito los peninsulares.
Acreedora de prosas cual doblones
y del patricio verso de Lugones.
En el morado foro episcopal
eres el Árbol del bien y del mal.
A Antonio Moreno y Oviedo.
Mujer que recogiste los primeros
frutos de mi pasión, ¡con qué alegría
como una santa esposa te vería
llegar a mis floridos jazmineros!
Al mirarte venir, los placenteros
cantares del amor desgranaría,
colgada en la risueña galería,
la jaula de canarios vocingleros.
Lluvia eterna
¡cómo azotas
el cristal de mi ventana!
si parece
que tus gotas
son el llanto
de una pena sobrehumana!
Señor, Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo, pasajero
más que la espuma del mar.
Ni me des enfermedad larga
en mi carne, que fue la carga
de la nave de los hechizos,
del dolor el aposento
y la genuflexión verídica
de tu trágico pavimento.
Fuensanta:
dame todas las lágrimas del mar.
Mis ojos están secos y yo sufro
unas inmensas ganas de llorar.
Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
o porque nuestros mustios corazones
nunca estarán sobre la tierra juntos.
A la señora Laura Martínez de Alba
Resígnanse los novios
con subconsciente pánico,
al soso parabién
del concurso inórganico.
Al fin, va la consorte
al pecho del anciano, cuyo porte
patriarcal solemniza
las bodas de su vástago
que lo trajeron de su hogar del Norte.
A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.
Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.
A Enrique González Martínez
Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces;
si queda en mí una lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.
Hoy, como nunca, urge que tu paz me presida;
pero ya tu garganta sólo es una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses,
y toda tú una epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses.
A mi madre y a mis hermanas
Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.
La vida mágica se vive entera
en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el Mundo parvo, que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.
Para el libro
de Enrique Fernández Ledesma
Éramos aturdidos mozalbetes:
blanco listón al codo, ayes agónicos,
rimas atolondradas y juguetes.
Sin la virtud frenética de Orfeo,
fiados en la campánula y el cirio,
fuimos a embelesar las alimañas
cual neófitos que buscan el martirio.
A María Enriqueta
Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas…
Os retrató la señora que dijo:
«Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez».
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.
Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.
Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias…
Dogma recíproco del corazón:
¡ser, por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascención y la Asunción!
A Jesús B. González
He de encomiar en verso sincerista
la capital bizarra
de mi Estado, que es un
cielo cruel y una tierra colorada.
Una frialdad unánime
en el ambiente, y unas recatadas
señoritas con rostro de manzana,
ilustraciones prófugas
De las cajas de pasas.
Si vieras, amiga,
qué espacio transcurre mi lenta existencia
la marcha inmutable del tiempo fatiga
mi añeja dolencia;
mis torvos fastidios apenas mitiga
la gloria que llevo:
tu amor siempre nuevo,
tu afecto sencillo…
Y todas las noches mi dulce reclamo
escucha en tus rejas el viejo estribillo:
¿Me quieres?
En la muerte de José Enrique Rodó.
En la quieta impostura virginal de la noche
que cobija al amor con un tenue derroche
de luceros, padrinos del erótico abrazo,
el mundo de Rubén Darío se contrista
por el cordial filósofo que sembró en el regazo
de América esperanzas, por el espectro artista
que hoy arroba al Zodíaco con su arenga optimista.
A Antonia Mercé
Ya brotas de la escena cual guarismo
tornasol, y desfloras el mutismo
con los toques undívagos de tu planta certera
que fiera se amanera al marcar hechicera
las multánimes giros de una sola quimera.
Ya tus ojos entraron al combate
como dos uvas de un goloso uvate;
bajo tus castañuelas se rinden los destinos,
y se cuelgan de ti los sueños masculinos,
cual de la cuerda endeble de una lira, los trinos.
Enigma
de la azucena esquinada
que orna la cadavérica almohada;
encima
del soltero dolor empedernido
de yacer como imberbe congregante
mientras los gatos erizan el ruido
y forjan una patria espeluznante;
encima
del apetito nunca satisfecho
de la cal
que demacró las conciencias livianas,
y del desencanto profesional
con que saltan del lecho
las cortesanas;
encima
de la ingenuidad casamentera
y del descalabro que nada espera;
encima
de la huesa y del nido,
la lágrima salobre que he bebido.
Me impongo la costosa penitencia
de no mirarte en días y días, porque mis ojos
cuando por fin te miren, se aneguen en tu esencia
como si naufragasen en un golfo de púrpura,
de melodía y de vehemencia.
Pasa el lunes, y el martes, y el miércoles… Yo sufro
tu eclipse, ¡oh creatura solar!, mas en mi duelo
el afán de mirarte se dilata
como una profecía; se descorre cual velo
paulatino; se acendra como miel; se aquilata
como la entraña de las piedras finas;
y se aguza como el llavín
de la celda de amor de un monasterio en ruinas.
Delinquiría
de leso corazón
si no anegara con mi idolatría,
en lacrimosa ablución,
la imagen de la párvula sombría.
Retrato para quien mi llanto mana
a la una de la mañana,
reflejando en su sal, que va sin brida,
la minúscula frente desmedida…
Cejas, andamio
del alcázar del rostro , en las que ondula
mi tragedia mimosa, sin la bula
para un posible epitalamio…
La niña del retrato
se puso seria, y se veló su frente,
y endureció los dos ojos profundos,
como una migajita de otros mundos
que caída en brumoso interinato,
toda la angustia sublunar presiente.
Volando del vértice
del mal y del bien,
es independiente
la saltapared.
Y su principado,
la ermita que fue
granero después.
Sobre los tableros
de la ruina fiel,
la saltapared
juega su ajedrez,
sin tumbar la reina,
sin tumbar al rey…
Ave matemática,
nivelada es
como una ruleta
que baja y que sube
feliz, a cordel.
PROEMIO
Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo
para cortar a la epopeya un gajo.
Tarde de lluvia en que se agravan
al par que una íntima tristeza
un desdén manso de las cosas
y una emoción sutil y contrita que reza.
Noble delicia desdeñar
con un desdén que no se mide,
bajo el equívoco nublado:
alba que se insinúa, tarde que se despide.
¿Cómo será esta sed constante de veneros
femeninos, de agua que huye y que regresa?
¿Será este afán perenne, franciscano o polígamo?
Yo no sé si está presa
mi devoción en la alta
locura del primer
teólogo que soñó con la primera infanta,
o si, atávicamente, soy árabe sin cuitas
que siempre está de vuelta de la cruel continencia
del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes,
las halla a todas bellas y a todas favoritas.
Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.
Ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del Diluvio.
A Rafael Pimentel
Ya la provincia toda
reconcentra a sus sanas hijas en las caducas
avenidas, y Rut y Rebeca proclaman
la novedad campestre de sus nucas.
Las pobres desterradas
de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,
aroman la Metrópoli como granos de anís.
¿Imaginas acaso la amargura
que hay en no convivir
los episodios de tu vida pura?
Me está vedado conseguir que el viento
y la llovizna sean comedidos
con tu pelo castaño.
Me está vedado oír en los latidos
de tu paciente corazón (sagrario
de dolor y clemencia),
la fórmula escondida
de mi propia existencia.
A Carlos González Peña
Los circos trashumantes,
de lamido perrillo enciclopédico
y desacreditados elefantes,
me enseñaron la cómica friolera
y las magnas tragedias hilarantes.
El aeronauta previo,
colgado de los dedos de los pies,
era un bravo cosmógrafo al revés
que, si subía hasta asomarse al Polo
Norte, o al Polo Sur, también tenía
cuestiones personales con Eolo.
A Rafael López.
Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.
Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría el refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio.
Tendría, entre corceles y aperos de labranza,
a Ella, como octava bienaventuranza.
Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
sin un remordimiento ni una cobardía.
Noble señora de provincia: unidos
en el viejo balcón que ve al poniente,
hablamos tristemente, largamente,
de dichas muertas y de tiempos idos.
De los rústicos tiestos florecidos
desprendo rosas para ornar tu frente,
y hay en los fresnos del jardín de enfrente
un escándalo de aves en los nidos.
Por débil y pequeña,
oh flor de paraíso,
cabías en el vértice
del corazón en fiesta que te quiso.
Salíamos al campo
y tu cuerpo minúsculo
se destacaba airoso
en la grana y el oro del crepúsculo.
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra ni disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?
Se distraen las penas en los cuartos de hoteles
con el heterogéneo concurso divertido
de yanquees, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.
Media luz…
Copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo; y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.
¿Dónde estará la niña
que en aquel lugarejo
una noche de baile
me habló de sus deseos
de viajar, y me dijo
su tedio?
Gemía el vals por ella,
y ella era un boceto
lánguido: unos pendientes
de ámbar, y un jazmín
en el pelo.
Fuensanta: las finezas del Amado,
las finezas más finas,
han de ser para ti menguada cosa,
porque el honor a ti resulta honrado.
La corona de espinas,
llevándola por ti, es suave rosa
que perfuma la frente del Amado.
He vuelto a media noche a mi casa, y un canto
como vena de agua que solloza, me acoge…
Es el músico célibe, es el solista dócil
y experto, es el zenzontle que mece los cansancios
seniles y la incauta ilusión con que sueñan
las damitas… No cabe duda que el prisionero
sabe cantar.
Doy a los cuatro vientos los loores
de tus dedos de clásica finura
que preparan el pan sin levadura
para el banquete de nuestros amores.
Saben de las domésticas labores,
lucen en el mantel su compostura
y apartan, de la verde, la madura
producción de los meses fructidores.
Hoy te contemplo en el piano, señora mía, Fuensanta,
las manos sobre las teclas, en los pedales la planta,
y ambiciona santamente la dicha de los pedales
mi corazón, por estar bajo tus pies ideales.
Porque yo sé de tu planta ser de todas la más pura,
tu planta sabe las rutas sangrientas de la Pasión,
que por ir tras Jesucristo por calles de la Amargura
dejó el sendero de lirios de Belkis y Salomón.
A Pedro de Alba
Con planta imponderable
cruzas el mundo y cruzas mi conciencia,
y es tu sufrido rostro como un éxtasis
que se dilata en una transparencia.
¡Pobrecilla sonámbula!
Pareces, en tu ruta de novicia,
ir diciendo al azar: «No me hagáis daño;
temo que me maltrate una caricia».
Mi vida, enferma de fastidio, gusta
de irse a guarecer año por año
a la casa vetusta
de los nobles abuelos
como a refugio en que en la paz divina
de las cosas de antaño
sólo se oye la voz de la madrina
que se repone del acceso de asma
para seguir hablando de sus muertos
y narrar, al amparo del crepúsculo,
la aparición del familiar fantasma.
Esta manera de esparcir su aroma
de azahar silencioso en mi tiniebla;
esta manera de envolver en luto
su marfil y su nácar; esta única
manera con que porta la golilla
de encaje; esta manera de tornar
su mutismo en venero de palabras
y su boca en ahorro…
Esta manera
que es reservada y que es acogedora,
con que viene a encontrar mis panegíricos;
esta manera de decir mi nombre
con mofa y mimo, en homenaje y burla,
como que sabe que mi interno drama
es, a la vez, sentimental y cómico;
esta manera con que en la honda noche,
de sobremesa en vagos parlamentos,
se abate su sonrisa desmayada
sobre el mantel; esta feliz manera
con que niega su brazo y con que otorga
la emoción, cuando vamos de paseo
por la alameda colonial y adusta…
Por este suspitante y sobrio estilo
de amor, te reverencio, estrella fiel
que gustas de enlutarte; generoso
y escondido azahar; caritativa
madurez que presides mis treinta años
con la abnegada castidad de un búcaro
cuyas rosas adultas embalsaman
la cebecera de un convaleciente;
enfermera medrosa; cohibida
escanciadora; amiga que te turbas
con turbación de niña al repasar
nuestra común lectura; asustadizo
comensal de mi fiesta; aliada tímida;
torcaz humilde que zureas al alba,
en un tono menor, para ti sola.