Llegaste a mí adoleciente
de ternuras, la voz adelgazada
por plegarias de todos los albores.
Y no supe qué hacer con tu candor.
Había tanta luz,
tanto secreto río,
tanta fecunda hoguera,
que cegué de belleza.
Luego, a tientas,
posé mi mano en tu costado,
recliné mis efigies por tu frente
y quedé, en claridad,
extática la vida.