En la iglesia, tras la rubia muchacha
y el Cristo en la penumbra, la locura
a la muerte mordía ciega. ¡El derrumbe!
¡Relinchos de caballos en la plaza!
¡Y el carillón, allá! Sobre la iglesia,
el pequeño cementerio de San Pedro
ensombrecía de pájaros; el ciego,
cubierto de pájaros, saludaba
al monte en su oscuridad verde.
Has gritado: «¡Adiós!» a la muerte para
que no oiga, no quieres que te oiga.
«Oh Padre Mío, desde el púlpito al padre
lo he arrojado en llamas. Y yo ¿qué hago?
¿ Y qué grito?»