Sabía que atravesando Akakira
al final se llega a una vieja fábrica de aceros,
donde los prendidos sueños arden
como en plena calle verdes
papeleras de plástico galvanizado.
Era todo un milenio en llamas,
crepitaban utopías y principios,
un viejo sombrero de fieltro de Pablo Iglesias,
y la daga samurai de un múltiple Harakiri.
Su resplandor iluminaba la máscara de la Era Heisei,
un ácido corroía los labios del milenio
una vez pintados de rojo carmín.
Todo era cenizas; asusta.
Como en el insaciable tanatorio de la M30
nadie se atreve a esparcirlas
por si tan sólo la grama crece,
algún deseo trasterrado y otro
sumiso siglo nada adverso
con el viático de su pasado.
Pero también cerca de Akakira
se encuentra una casa de subasta,
y a la espera quedo por si consigo
en rebajas alguna sombra de sueño.