Huí de mi lecho a solas por encontrarte, el vino
de la fiebre en los labios, incendiando mis huesos,
y una niebla cegándome los ojos, y un sino
de soledad quemándome y abrasando mis besos.
¿Dónde encontrarte? ¿Estabas junto a mí, bajo el cielo
indiferente al hombre, como un mar que olvidase
su clamor, o soñando bajo un dorado suelo
sin que yo, en mi ceguera, los trigos te apartase?
Era dulce la tarde de inmortal primavera,
y era dulce su sombra, piel de melancolía,
que avanza como un labio de amor que no quisiera
precipitar los besos por vivir más de un día.
¿Dónde estaba tu boca? Tu mirada escapaba
a mis labios, y era cual un aéreo celaje
que empapase su vuelo en la luz que besaba
a través de tus alas mi abatido ramaje.
Te busqué en ese mar sobre el que ahora sollozo,
sus espumas clavándome todas sus blancas flechas,
y te busqué en el cálido corazón de ese pozo
desde donde la vida ocultamente acechas.
Nadie me vio. Solía acariciar las casas
con mi mano agrietada por un dolor oscuro,
porque acaso ese aliento con que mi sangre abrasas
arde ignoradamente tras el rosado muro.
Nadie me vio salir de la ciudad. La tarde
plegaba ya su aroma a su indolente peso,
y esa estrella primera que en el azul ya arde
desunió mis dos labios con su secreto beso.