Terminal de O. de Aída Elena Párraga

El pequeño demonio,
encorvado,
flaco y harapiento,
con los ojos inyectados de thinner
y la mirada perdida
en laberintos únicos,
propios e irrepetibles.
El pequeño demonio,
andrajoso y repugnante,
salt?de su pedazo de infierno
en la acera
para aterrizar frente a un par de zapatos,
(Nike,
para más señas)
¡Que asco!
¡Que horror!
¡me ha tocado el tacón de mi zapato?
El pequeño demonio
no conoce más gracia que ésa.
No sabe ladrar como el perrito,
ni cantar como sirena,
no entiende de buenos modales,
esas cosas no se aprenden en la acera,
y tiene hambre…
Un hambre que ha tenido
desde que recuerda,
y tiene frío,
tanto que le ha congelado la horchata
de las venas
y tiene un odio tan grande,
que no le cabe en los huesos,
que no le cabe en las manos,
que no le cabe en la acera…

Entonces el vapor dorado,
como la mano de un Dios que no conoce,
le quita el hambre y el frío,
le convierte en palacio la dura acera,
le da cinco minutos de alas
y un año menos de espera.
El pequeño demonio,
¡asqueante repulsivo andrajoso!
¡piojoso enfermo alucinado!
¡muerto de hambre!
con la cuchilla en la mano
(antitesis de todo bien nacido ser humano)
nos hace voltear la cara,
nos revuelve el estomago
nos hace pensar en veneno para ratas.

Ese maldito pequeño demonio
con su pedazo de infierno a las espaldas
no ha llegado a los quince años
y ya conoce el fondo de la vida
y est?solo
en el universo llameante
de la esquina.