«¡Oíd!»—gritaba un charlatán osado,
ante inmenso auditorio de babiecas
que en derredor bullía,
y escuchaba extasiado,
como el concurso aquel de las Batuecas,
o como escucha a veces
el pueblo rey en alta galería
del onogro conscrito las sandeces.
«iOid!»—el badulaque repetía—
«Bajo esta capa que a mi seno arropa
hay oculto un objeto primoroso,
de tan sin par valía,
que por él se navega viento en popa
en el mar de la vida proceloso.
De este objeto adustivo es en el mundo
la posesión, señores, siempre grata;
todos quieren lograrlo,
y hasta el vil avariento por tentarlo,
a pesar de su vicio nauseabundo,
diera al instante su escondita plata.
Preciado talismán, magüer maldito;
todo, todo por él es conquistable:
su poder infinito
un prócer puede hacer de un miserable.
Por él suelen pescar muchos gandules
entorchados, capelos y curules.
Él conquista la paz, la guerra enciende,
él trastorna a los reyes y naciones;
vuelve derrochador al mentecato;
convierte a los honrados en bribones,
al viejo vuelve niño, al cuerdo loco,
él convierte en audaz al timorato,
en pobre al rico, viceversa al pobre,
y torna en calavera al mogigato,
pues no existe milagro que no obre.
No hay poder que le iguale:
ni de Moisés la vara prodigiosa;
ni la varita de virtud del cuento;
ni la lámpara asaz maravillosa;
ni el oro, ni el talento
valen lo que éste vale;
porque en el mundo su fatal influencia
es superior al oro y á la ciencia.
Hasta el santo cartujo de la Trapa…
«¡Calle!»—dijo un curioso—«yo ambiciono
conocer lo que oculta y… ¡no se escapa!»
Diciendo así tiróle de la capa
y halló tras ella un desgiaciado mono.
¡Cuán cierto es que un hablador tunante
del objeto más vil forma un gigante!