Cuando no quede ya ni un solo grano
de mi existencia en el reló de arena,
al conducir mi gélido cadáver,
¡oh!, recordad mi súplica postrera:
«No lo encerréis en los angostos nichos
que cubren la pared formando hilera,
que en la lóbrega angosta galería
jamás el sol de mi país penetra.
El linde recorred del cementerio
y en el suelo cavad mi pobre huesa,
que el sol la alumbre y la acaricie el viento
y que broten allí flores y yerbas.
Que yo pueda sentir, si algo se siente,
a mi alrededor y sobre, muy cerca,
el ígneo rayo de mi sol de fuego
y esta adorada borinqueña tierra.»