Tengo las manos frías.
He salido a la calle,
he resuelto el asunto banal correspondiente
y he regresado a casa para ocupar de nuevo
mi sitio en esta mesa.
He descubierto entonces
la frialdad de mis manos,
signo
que me perturba acaso sin justificación,
porque es muy poca cosa tener las manos frías.
Este frío noviembre
está en mis manos, nada más.
Soy yo:
veo el jarrón ingenuamente griego
y la tarde de siempre rodeándome.
Pero en mí es muy raro tener las manos frías.
En un fugaz segundo, mi pensamiento ha visto
la niebla tan probable, la hoja gris escrita
donde el nombre que tengo estaría tachado
con la tinta de escarcha del final.