Desesperada y gris, un poco loca,
se dispuso a viajar conmigo al fin del mundo.
-Eso está lejos -dije-,
mejor nos vamos hasta el parque,
patatas fritas y cerveza, sol,
para qué más.
Pero ella siguió haciendo el equipaje.
Cientos de cachivaches, zapatos y pañuelos,
una florete de esgrima (me sigo preguntando para qué)
guantes, perfume, rulos, crucigramas;
y tuve que trepar a las maletas para que se cerrasen.
-¡Vámonos! tengo ya los billetes del tren.
Era la dueña del asunto.
Se sentó en el asiento junto a la ventanilla,
apoyó la cabeza,
y vi el reflejo de su rostro:
tenía una sonrisa de las que no dejan salida.
-Voy un momento a por tabaco -dije.
Seguía ensimismada.
Sus ojos se agrandaron a lo lejos,
cuando le dije adiós desde el andén.
Ni ella ni las maletas regresaron jamás.