A Joaquín Hernández Armas
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Qué alegría decidir qué beber,
cómo morir, por qué, y en dónde.
Quisiera morir, así,
bajo un gran árbol.
Desearía ser quemado;
que mis cenizas irritaran,
polvo, los ojos de la que amo;
que fueran sólo la mancha
en un libro pasados los años.
Podría morir aquí, sin duda.
No todo sitio es bueno.
Bajo un cielo que triture
sus escamas o junto a un mar
agresivo de rocas, sí;
también al pie del monte de arces,
camino a las montañas. Pero
jamás la cama de hospital;
nunca la aurora perdida
del quirófano.
Cuando de mí no quede nada,
ni siquiera estos ojos
comidos por los peces,
ni siquiera los peces
hechos polvo en las rocas
por este mar de violenta dulzura
que deja caer su golpe de martillo
sobre el destruido yunque de la playa;
cuando no quede ni la arena
que hoy golpea el aire de tus piernas;
cuando, como antes, vuelvan
a ser lo mismo la carne de ese buitre
y los dientes de Europa; cuando
la garganta del sapo y los senos
de Helena una vez más combatan
cuerpo a cuerpo produciendo
vanadio o una lágrima de oxígeno
unida a un coágulo de sangre inexistente;
cuando la astilla de este árbol
deje de ser una pequeña catedral
de clorofila; cuando no quede
ni el viento que oprime
una ciudad de lava; cuando de mí,
cuando de ti (ay, carne ahora suave,
ahora cabello, plácida mazorca),
cuando de todos; cuando del sol
y de la tierra nada, pero todo,
quede; cuando ya nada,
y el simún musical de roca viva
se detenga; entonces, cuando no haya
más que el silencio, el brutal
y tenebroso ruido de los mares
oceánicos y planetas que chocan
contra estrellas y meteoritos
que se entierran como utensilios
gastados en la tumba de un hombre;
cuando queden tan sólo galaxias
dispersas expandiéndose y del silencio
salga un crujido de huesos,
entonces los siglos, como ahora,
aplastarán la cabeza del insecto,
destruirán la lengua del poeta,
sí, alegría, alegría.
Entonces, algunos seres en algo
semejantes a nosotros,
tendidos en el regazo de la que amen,
resueltos en carne,
contemplarán nuestras antiguas tumbas…
Pienso todo esto frente al mar de Cuba,
mientras paseo, solo, por el Malecón.
Un barco avanza
hacia la isla amenazantes luces.
Éste es un sitio claro,
preferido entre todos,
donde el Almendares,
turbio de lluvia y lodazales,
encaja su espada de agua al mar,
hasta la empuñadura.