Beso alegre, descuidada paloma,
blancura entre las manos, sol o nube;
corazón que no intenta volar porque basta el calor,
basta el ala peinada por los labios ya vivos.
El día se sienta hacia afuera; sólo existe el amor.
Tú y yo en la boca sentimos nacer lo que no vive,
lo que es el beso indestructible
cuando la boca son alas, alas que nos ahogan mientras los ojos se cierran,
mientras la luz dorada está dentro de los párpados.
Poemas de Vicente Aleixandre
¿Por qué te miro, con tus ojos oscuros,
terciopelo viviente en que mi vida lastimo?
Cabello negro, luto donde entierro mi boca,
oleaje doloroso donde mueren mis besos,
orilla en fin donde mi voz al cabo se extingue y moja
tu majestad, oh cabellera que en una almohada
derramada reinas.
Hermoso es el reino del amor,
pero triste es también.
Porque el corazón del amante
triste es en las horas de la soledad,
cuando mira los ojos amados
que inaccesibles se posan en las nubes ligeras.
Nació el amante para la dicha,
para la eterna propagación del amor,
que de su corazón se expande
para verterse sin término
en el puro corazón de la amada entregada.
Chupar tu vida sobre los labios,
no es quererte en la muerte.
Chupar tu vida, amante,
para que lenta mueras
de mí, de mí que mato.
para agotar tu vida
como una rosa exhausta.
color, olor: mis venas
saben a ti: allí te abres.
Hay momentos de soledad en que el corazón reconoce, atónito, que no ama.
Acabamos de incorporarnos, cansados: el día oscuro.
Alguien duerme, inocente, todavía sobre ese lecho.
Pero quizá nosotros dormimos…
Ah, no: nos movemos.
Y estamos tristes, callados. La lluvia, allí insiste.
No, no es la ahora cuando la noche va cayendo,
también con la misma dulzura
pero con un levísimo vapor de ceniza,
cuando yo correré tras vuestras sombras amadas.
Lejos están las inmarchitas horas matinales,
imagen feliz de la aurora impaciente,
tierno nacimiento de la dicha en los labios,
en los seres que yo amé en vuestras márgenes.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas
y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Sólo eres tú, continua,
graciosa, quien se entrega,
quien hoy me llama. Toma,
toma el calor, la dicha,
la cerrazón de bocas
selladas. Dulcemente
vivimos. Muere, ríndete.
Sólo los besos reinan:
sol tibio y amarillo,
riente, delicado,
que aquí muere, en las bocas
felices, entre nubes
rompientes, entre azules
dichosos, donde brillan
los besos, las delicias
de la tarde, la cima
de este poniente loco,
quietísimo, que vibra
y muere.
La soledad, en que hemos abierto los ojos.
La soledad en que una mañana nos hemos despertado, caídos,
derribados de alguna parte, casi no pudiendo reconocernos.
Como un cuerpo que ha rodado por un terraplén
y, revuelto con la tierra súbita, se levanta y casi no puede reconocerse.
Pensamiento apagado, alma sombría,
¿quién aquí tú, que largamente beso?
Alma o bulto sin luz, o letal hueso
que inmóvil consumió la fiebre mía.
Aquí ciega pasión se estrelló fría,
aquí mi corazón golpeó obseso,
tercamente insistió, palpitó opreso.
Yo te he querido como nunca.
Eras azul como noche que acaba,
eras la impenetrable caparazón del galápago
que se oculta bajo la roca de la amorosa
llegada de la luz.
Eras la sombra torpe
que cuaja entre los dedos cuando en tierra dormimos solitarios.
Es tocar el cielo, poner el dedo
sobre un cuerpo humano.
Novalis
Cuando contemplo tu cuerpo extendido
como un río que nunca acaba de pasar,
como un claro espejo donde cantan las aves,
donde es un gozo sentir el día cómo amanece.
Unas pocas palabras en tu oído diría.
Poca es la fe de un hombre incierto.
Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.
Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:
tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque,
el alma a solas.
Brilla la luna entre el viento de otoño,
en el cielo luciendo como un dolor largamente sufrido.
Pero no será, no, el poeta quien diga
los móviles ocultos, indescifrable signo
de un cielo líquido de ardiente fuego que anegara
las almas,
si las almas supieran su destino en la tierra.
Te amé, te amé, por tus ojos, tus labios, tu garganta, tu voz,
tu corazón encendido en violencia.
Te amé como a mi furia, mi destino furioso,
mi cerrazón sin alba, mi luna machacada.
Eras hermosa. Tenías ojos grandes.
Palomas grandes, veloces garras, altas águilas potentísimas…
Tenías esa plenitud por un cielo rutilante
donde el fragor de los mundos no es un beso en tu boca.
Tienes ojos oscuros.
Brillos allí que oscuridad prometen.
Ah, cuán cierta es tu noche,
cuán incierta mi duda.
Miro al fondo la luz, y creo a solas.
A solas pues que existes.
Existir es vivir con ciencia a ciegas.
Si miro tus ojos,
si acerco a tus ojos los míos,
¡oh, cómo leo en ellos retratado todo el pensamiento de mi
soledad!
Ah, mi desconocida amante a quien día a día estrecho en los
brazos.
Cuán delicadamente beso despacio, despacísimo,
secretamente en tu piel
la delicada frontera que de mí te separa.
Es tocar el cielo, poner el dedo
sobre un cuerpo humano.
Novalis
Cuando contemplo tu cuerpo extendido
como un río que nunca acaba de pasar,
como un claro espejo donde cantan las aves,
donde es un gozo sentir el día cómo amanece.
Vinieras y te fueras dulcemente,
de otro camino
a otro camino. Verte,
y ya otra vez no verte.
Pasar por un puente a otro puente.
-El pie breve,
la luz vencida alegre-.
Muchacho que sería yo mirando
aguas abajo la corriente,
y en el espejo tu pasaje
fluir, desvanecerse.
El puro azul ennoblece
mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo
inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas
al agitado corazón con que estos años vivo.
Reciente la historia de mi juventud, alegre todavía
y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel
y, roja de oscura hermosura, asalta el muro
débil del pecho, pidiendo tu vista,
cielo feliz que en la mañana rutilas,
que asciendes entero y majestuoso presides
mi frente clara, donde mis ojos te besan.
Dime, dime el secreto de tu corazón virgen,
dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra,
quiero saber por qué ahora eres un agua,
esas orillas frescas donde unos pies desnudos
se bañan con espuma.
Dime por qué sobre tu pelo suelto,
sobre tu dulce hierba acariciada,
cae, resbala, acaricia, se va
un sol ardiente o reposado que te toca
como un viento que lleva sólo un pájaro o mano.
A mi ciudad de Málaga
Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
Colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires, como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un momento de gloria,
antes de hundirte para siempre en las olas amantes.
No importan los emblemas
ni las vanas palabras que son un soplo sólo.
Importa el eco de lo que oí y escucho.
Tu voz, que muerta vive, como yo que al pasar
aquí aún te hablo.
Eras más consistente,
más duradera, no porque te besase,
ni porque en ti asiera firme a la existencia.
Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia.
Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana
el último, el pálido eco de la postrer estrella.
Bebisteis ese cristalino fulgor,
que con una mano purísima
dice adiós a los hombres detrás de la fantástica
presencia montañosa.
Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto,
como el silencio que queda después del amor,
yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo
hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen.
Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir
retraído.
Dormida sobre el tigre,
su leve trenza yace.
Mirad su bulto. Alienta
sobre la piel hermosa,
tranquila, soberana.
¿Quién puede osar, quién sólo
sus labios hoy pondría
sobre la luz dichosa
que, humana apenas, sueña?
Miradla allí.
El día ha amanecido.
Anoche te he tenido en mis brazos.
Qué misterioso es el color de la carne.
Anoche, más suave que nunca:
Carne casi soñada.
Lo mismo que si el alma al fin fuera tangible.
Alma mía, tus bordes,
tu casi luz, tu tibieza conforme.
No es tu final como una copa vana
que hay que apurar. Arroja el casco, y muere.
Por eso lentamente levantas en tu mano
un brillo o su mención, y arden tus dedos,
como una nieve súbita.
Está y no estuvo, pero estuvo y calla.
Mira tu mano, que despacio se mueve,
transparente, tangible, atravesada por la luz,
hermosa, viva, casi humana en la noche.
Con reflejo de luna, con dolor de mejilla,
con vaguedad de sueño,
mírala así crecer, mientras alzas el brazo,
búsqueda inútil de una noche perdida,
ala de luz que cruzando en silencio
toca carnal esa bóveda oscura.
Perdonadme: he dormido.
Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.
Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.
¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.
Bellas son al sonar, mas nunca duran.
Así esta noche clara.