A Ramiro Argüello Hurtado,
inmerso y recoleto en la ciudad de León
Un hombre solo, ceñudo, ceñido
a su estrofa interior, camina
por las calles de la vieja ciudad colonial.
Es joven ese hombre, pero antiguo,
de tanto bullirle el Ser dentro de sí,
de tanto cosquillearle la palabra suprema
en el caracol de los sentidos. Él sabe
de las cosas, él conoce lo Oculto,
lo Invisible, él oye recónditas voces,
arcangélicas dianas que despedazan
el aire en que se mueve.
Enfundado
en traje blanco y doctoral, camina
hacia las iglesias y hacia las catedrales.
Se detiene. Cree escuchar ya los órganos.
Contempla ventanas y balcones.
Contempla los interminables tejados
de la crepuscular ciudad en donde
maúllan, según adivina, las almas.
¡Tejados simétricos, precipitándose
como teclas de piano, armonía
de la música metafísica de Alfonso!