Yo te elegía nombres en mi devocionario.
No tuve otro maestro.
Sus páginas inmersas en tan terrible amor
acuciaban mi sed. Se abrían, dulcemente,
insólitos caminos en mi sangre
-obediente hasta entonces- extraviándola,
perturbando la blancura espectral
de mis sienes de niña cuando de los versículos,
las más bellas palabras, asentándose iban
en mi inocente lengua.
Poemas de Ana Rossetti
Desvelado el espejo -dosel del costurero
saqueado- tantos dones magníficos
excesiva duplica.
Y, no obstante, sólo tiene su cómplice
e incitante señal la madeja encarnada.
Oh, tomémosla. Rasguemos las vítolas,
las hebras desprendiendo con esmero,
y en las tensadas palmas de tus queridas manos
laceolados estigmas bordaré diestramente.
El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito.
Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Nunca más, oh no, nunca más
me prenderá la primavera con sus claras argucias.
Desconfío del tumescente
gladiolo blanco, satinadas pastas
de misales antiguos.
Parece una mortaja de niño,
su apariencia es tan pura
que, sin malicia, lo exponemos
a la vista de muchachas seráficas.
El placer es el mejor de los cumplidos.
Coco Chanel
El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito.
Arcángel desterrado y refugiado en mi anhelo;
cada vez que la albahaca se movía
a mi vientre tu mano apuñalaba
y en el raudo abanico de luces y luciérnagas
o en la pared confusa, donde el enfebrecido
pájaro de la noche se cernía,
aparecías tú.
Salamandra es deseo
bebiendo en los topacios de un estanque,
en cielos de Giotto,
en las bóvedas húmedas de translúcida yedra.
Morera y vid se agotan en tu mano.
Es deseo caballo enloquecido
de temor bajo un raudal de agua,
cascada donde estalla el arcoiris,
desbaratada trenza entre piedras cayendo.
Apoyar la frente enfebrecida en la nublada celosía del confesionario. Enumerar los inasibles recorridos de la serpiente. Buscar un nombre para hacer cada crimen discernible. Dibujar las noches; las llagas de las paredes
encaladas en la oscuridad, brillando; los colibríes enzarzados, enredando sus lenguas de pistilo bajo los rígidos almidones de mis tocas.
Y cuando al jardín, contigo, descendíamos,
evitábamos en lo posible los manzanos.
Incluso ante el olor del heliotropo enrojecíamos;
sabido es que esa flor amor eterno explica.
Tu frente entonces no era menos encendida
que tu encendida beca*, sobre ella reclinada,
con el rojo reflejo competía.
Creí que te habías muerto, corazón mío,
en Junio.
Creí que, definitivamente, te habías muerto:
sí, lo creí.
Que, después de haber esparcido el revoloteo púrpura
de tu desesperación, como una alondra caíste en el
alféizar; que te extinguiste como el fulgor atemorizado
de un espectro; que como una cuerda tensa te rompiste,
con un chasquido seco y terminante.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Démonos prisa desvalijándonos
destruyendo el botín de nuestros cuerpos.
Al enemigo percibo respirar tras el muro,
la codicia se yergue entre sus piernas.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
No deis pródigamente a la espada,
oh viril fortuna, el inviolado himen.
Desprendida su funda, el capullo,
tulipán sonrosado, apretado turbante,
enfureció mi sangre con brusca primavera.
Inoculado el sensual delirio,
lubrica mi saliva tu pedúnculo;
el tersísimo tallo que mi mano entroniza.
Alta flor tuya erguida en los oscuros parques;
oh, lacérame tú, vulnerada derríbame
con la boca repleta de tu húmeda seda.
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale.
Y qué encantadora es tu inexperiencia.
Tu mano torpe, fiel perseguidora
de una quemante gracia que adivinas
en el vaivén penoso del alegre antebrazo.
Alguien cose en tu sangre lentejuelas
para que atravieses
los redondos umbrales del placer
y ensayas a la vez desdén y seducción.
Cuando una se siente bien, puede prescindir de lo mejor.
Eso me parece sabio.
Andrea de Nerciat
Y esa tan transparente neblina que su lengua
extendió sobre mí. labor concupiscente,
minuciosa e inútil, pues el bello prosélito
¿me atreveré a decirlo?
Y yo, que en pequeñas partículas
dormitaba en el fondo de mis ojos
al momento afloré.
Y creo que él me vio.
Antes de volver a sedimentarse en lo profundo me vio.
Aparecí como un círculo que danza,
como franja de vasija,
y en cada figura me mostraba diversa.
Nunca te tengo tanto como cuando te busco
sabiendo de antemano que no puedo encontrarte.
Sólo entonces consiento estar enamorada.
Sólo entonces me pierdo en la esmaltada jungla
de coches o tiovivos, cafés abarrotados,
lunas de escaparates, laberintos de parques
o de espejos, pues corro tras de todo
lo que se te parece.
Era esta vez el fuego.
Esta vez cresta azul, creciente e inflamada,
dilatado ropaje erizado de picas,
suave lengua.
Todo es pronto arrugado papel.
Arrugado papel, cuerpo.
Vestido, antes resplandeciente,
yesca ahora.
Antes fiesta, grito de horror
apenas un instante.
MOMENTO I
Y la música ardiendo, estallando,
araña es de cristal, o una bengala;
el limón sobre un vaso teñido de violeta,
vigilante; y el blanco pantalón,
que en medio de la noche resplandece,
arrogante y magnífico como un corcel de Uccello,
hasta la madrugada perseveran.
Cada palabra es una herida mortal.
Debo tener cuidado.
Jorge Díaz
Noche, palabra mía henchida de sucesos
La aflicción, el vacío, la muerte, la tiniebla
avivan en tus sílabas sus temores y ansias.
Extenuado nombre, fatigada corola,
para caer de ti como cansino pétalo,
o hundirse en tus confines, abiertos, afilados,
beso ardiente, última sensación,
locura extrema.
Y tan pronto amanece,
cada vez más intensa, la roja cabellera
mana sobre su rostro.
(Encantadora curva
la del cuello que emerge del entreabierto escote).
La arrugada blancura de la amplia camisa
muestra el brazo que pende hasta el entarimado
donde, pálidamente,
se fruncen, rotos, todos los poemas.