Anillos de humo de Ángela Ibáñez

I

He metido el pie en el círculo blanco del destino
Exorcizando todos los magos, todos los sueños
Y los arcanos, me he vestido desnuda con tu piel, mi amigo.
Se atrapó la tarde el tobillo en un riel,
Antiguo tranvía de lluvia, en un pavimento gris
Y casi, a pesar de la cálida humedad, muerto.
Invoqué a los dioses, llamándome nadie,
Y a nadie respondieron.
La tormenta parpadeaba amatista en la noche
Borrascosa de tus ojos.
El humo trepaba -manos tuyas talando el alba,
acuosa y fría- por una ciudad despierta y vencida.
Y nadie destruyó el silencio
Lo había devorado en sorbo de tus labios.
El rito se consumó arrasando el vendaval todos los prados.
Abrió los ojos y en la inundación de las pupilas
Dejó que brotara una eterna primavera.
El oráculo dormía la siesta en una campanilla
Que sonaba llamando a nadie al silencio.
Y nadie se había ido…
La cueva retornaba a sus antiguas dimensiones
De reino inaccesible y oscuro.
Los propios límites de la gruta se integraban
Dulces en el cristal de bruma gris.
Y en la quietud mágica de la profundidad Nadie
Reposaba en ellos.

II

Me he dejado caer por el círculo
De tu concupiscencia azul
Pájaro labio que quería anidar en mi vestido.
Me he descolgado por la boca del tragaluz
Absorbida en la oscura profundidad de tu inspiración
-último pasajero de mi destino-
que ha creado todos los monstruos
que ha arquitecturado escalofríos de lascivia
balizas de abordaje para cualquier noche marina.
El desembarco resultó prematuro
Todavía había luna que sujetar en el agua,
Mareas para retener en la frente
Las nereidas abisales no habían regresado a sus lechos.
Y Nadie estaba detrás de poniente, esperando el ocaso.
La libertad de ser nadie uno mismo
Es difícil de aceptar en el contraluz de cristal.
Han pasado siglos desde que Ulises se alejara de mí,
Pero yo sigo tejiendo –la historia-
En la tercera generación se mudaron todos los calzoncillos,
Fue una mutación genética espontánea.
Las túnicas se pasaron de moda y de mediana
Y la curva se disparó sola hacia la cadera
Marcando una nueva alianza
que resonó con la campana de Gaus.
Las sirenas se habían alejado den su llamada metamorfosis
De fábricas alzadas bajo cualquier nombre o dios.
Las siglas en último extremo expresaban una indeterminada
Aún sin hallar pero cuánticamente definible.
No era necesario sellar nada, ni siquiera con un sello el dedo,
La última carta posible en la jugada del azar.
Se me caen de sueño los anillos de Nadie.

III

El corazón -amuleto de cristal-
Pendía del cuello uterino.
Las tribus exorcizaron todas las entradas
Con símbolos fálicos. Menhires
Del primitivo destino de piedra.
El viento dirigía la oración
Imprimía la cadencia en las olas
Aullando la plegaria en las caderas.
El tam-tam latía loco y desbocado
Hacia la selva de las palmeras.
Los dátiles –casis maduros-
Llenaban de almizcle dulce la tarde.
Oloroso presagio del huracán
-respuesta de los dioses-
pródigos y fecundos a Nadie.
La lluvia llenaría de vacío a las nubes
eterno transito hacia la tierra de nadie.
-que pendientes- aguardaban su destino
La piel torsión del sol, líquido sudor
Danzando ciegos los rayos
Vestidos de incendio
Que seguía llamando al dios.

IV

Nadie ha retornado al mar en una tarde de lluvia azul,
Entre la lágrima de cristal de una canica
Que nunca rodará por los márgenes de los genes de Rodas.
Embravecido el mar por los alerces de la costa del Helesponto.
Los Dardanelos grisean el horizonte de Esparta,
Que a través de los años queda lejos, perdida en la bruma,
Sin el recuerdo turquesa engarzado los límites festoneados de Licia,
Ya envejecida por siglos blancos en los cabellos canos de la Capadocia.
Toda lejana y desdentada. Socavadas las encías por la muerte prematura.
Kekova surge, dátil navideño brotando a borbotones dorado de palmeras.
El recuerdo se va por las colinas de las seis
Frente alas nueve sepulturas ya cerradas. Ya cuarteadas.