Me trajeron de Roma una caja vacía.
Para que encierres milagros, me dijeron, camaleones
quizás te ayuden a cambiar
porque deben ustedes saber que siempre he sido cruel
y desertor y anodino.
Pesaba.
La cerradura era de sangre. Las esquinas reforzadas de perfecto
metal.
Y no tenía fondo: paredes interminables oscurecidas de saliva,
respiración, murmullos entrecortados
pero de quién.
No la abras, me ordenaron.
Conténtate con mirar por el ojo marchito.
Ocúltala si quieres. Húndela como un sacrificio postrero
en el perdido lamentable mar.
Siempre la contemplo. Extiendo mi mano y simulo
una caricia:
entonces me precipito vencido
y espero temblando un nuevo día.
Hasta que me canse cartero y deba partir a medianoche
continuaré guardando cajas
pero de quién.