Yo era un hombre cuando cierto día
encontré a mi padre parado en mi vía.
Alto como torre, duro como bloque,
firme como prócer, fuerte como padre.
– Apártate, padre – yo le dije entonces.
– Apártate, padre. Yo ya soy un hombre.
En efecto lo era. Él no lo creía.
Apártate, padre. Voy a mi deber.
Él no comprendía. No le vi ceder.
– Apártate, Padre, – le grité de nuevo.
– Mucha prisa llevo. Mucha fuerza llevo.
– Mucha vida llevo. No te tengo miedo.
Él estaba inmóvil como de basalto.
Me le abalancé las manos en alto,
y en la angosta vía rudo fue el asalto.
¡Oh, qué fuerte era! Nunca lo supuse.
No encontrara antes tan fuerte enemigo.
Todo mi vigor en la luche puse,
hasta que mi padre dio en tierra consigo.
Y cuando jadeante por la libre vía,
lleno de entusiasmo continuar quería,
mi padre, en la tierra, se alzó como pudo,
y con gran orgullo, ¡oh qué orgullo el suyo!,
me gritó:
Hijo mío: ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Sigue!