Siempre fue viejo —a mis ojos— mi padre
—no sé si por su innata pasión por el tango
que en mi infancia aborrecía, por el sencillo
hecho de ser mi progenitor o por otras
razones que ya no comprendo—. No obstante era
mi padre entonces muy joven, crecido
tal vez por tempranas responsabilidades.
Su reloj empezó a caminar algún día
más lento que el mío —tan preocupado
por graduarme, por viajar y escribir,
por ser padre…
Ahora mi hijo dice
que él y yo sintonizamos la radio
en la misma frecuencia —si el tango es tan sólo
una herida repetida en el tiempo—
y más que mi imagen el espejo refleja
la de mi padre, la de quien fue años atrás
mi padre: siempre viejo a mis ojos, cantando
Adiós muchachos, compañeros de mi vida…
Casi al mismo compás —y acaso sin dolor—
ahora vamos los dos envejeciendo.