Río de invierno: ya más escaso
se hace el bajar de las lanchas a las islas
a pleno sol, ya más escaso
se hace el contingente de viajeros
que retornaba a la otra orilla,
en las noches pesadas de calor y acetileno.
Poemas de Guillermo Pilía
El amor del río traía
peces y camalotes sobre el agua profunda,
la resaca de las islas.
La playa se colmaba de silencio y de sombras
y era como si compartiéramos la cena
con los muertos queridos.
Aquella noche una alta fragata
encendió sus jarcias llenas de fanales
en el arrabal del cielo.
Debemur morti, nos nostraque.
Horacio
La ostra,
este molusco ignorante, impasible,
este pez de boca cartilaginosa
que navega hacia la isla
y los austeros acantilados de basalto,
están sujetos a la muerte.
También el hombre y la mujer que en la playa
miran la estela del esquife.
8
Lluvia de la mañana, insuficiente
para empapar el pan: tan sólo lluvia
al corazón, al que yace en la hierba.
No es tanto mi dolor: apenas tiene
los años enfermizos de una infancia.
Tristeza de peste leve
que no horada la carne: llaga indigna
de compasión, de limosna o milagro.
Declina el mes —se esfuma
hacia el río el vapor de la ciudad—.
Llega otro invierno pródigo en vituallas
—en los esqueletos de las balandras
penetra perfumada la corriente—.
Todas las cosas caen, se recogen,
se almacenan —ahora tengo otro nombre
que yo inclusive ignoro—.
Hay en las sentinas de la memoria
señales de agua muerta.
Derivan incompletos los recuerdos
como efigies de monedas leprosas.
Hay naves del pasado
que adelantan el dolor de sus proas
como su cáncer de labio un enfermo.
En medio del bullicio de la tarde
puedo escuchar mi voz,
pura herrumbre de puerto abandonado.
Y es como si buscara en tierra firme
la soledad de las aguas abiertas
donde nacen las islas.
Ansias de clara palabra, de sílaba
de acento luminoso,
como moneda en la taza de un ciego.
Siempre fue viejo —a mis ojos— mi padre
—no sé si por su innata pasión por el tango
que en mi infancia aborrecía, por el sencillo
hecho de ser mi progenitor o por otras
razones que ya no comprendo—. No obstante era
mi padre entonces muy joven, crecido
tal vez por tempranas responsabilidades.
Día
hecho para mí.
R. Alonso
Día mayor, día
hecho para mí, para nosotros,
alto en el gozo, redondo
con la noche que lo cierra
como en aquellas vísperas
de fiestas de la infancia.
Día de navegación, de luz,
de sábanas y peces,
de pájaros y hojas en deriva
hacia las islas, a atolones
en que es dulce perder
la patria y los recuerdos.
Contaba mi padre que mi abuelo tenía
un ojo que siempre le lloraba, producto
de un golpe que le dio brutal mi bisabuelo.
Tendría entre ocho y diez años entonces
y con esa marca vivió hasta los setenta.
Nunca supe qué falta nimia le acarreó
un castigo tan dilatado en la distancia
y el recuerdo: ese ojo lisiado que no obstante
no logró hacerlo cruel ni resentido.
Canto del corazón, que en la noche
poblada de mitos se une
al silencio de la llanura,
al sueño de los potros, a la vigilia
de las aves de los campanarios:
en esta encrucijada del recuerdo
que llamamos infancia,
vuelve tu confusión de aguas y tierras,
de tiempos de aprendizaje, de tiempos
de visitación y vendimia.
12
Hubo otro tiempo en que íbamos a tientas:
yo escribía derecho en los renglones
de mi vida, como hombre responsable.
Pero éramos igual que dos mendigos
que viajan en la noche silenciosa
atravesando un país de lagunas.
¿Qué otras palabras darte te escribí que no fuesen
las más sencillas, las más apartadas
de estas otras, entornos de las cosas?
De los dos fuiste siempre la que hería el silencio,
yo el que no deseaba rebajarte a una voz
lo recuerdo: no sé si en el crepúsculo
de la mañana o la tarde me decías
Qué hermoso es estar vivos, yo el que nunca quería
nombrar más que las cosas que he perdido: el olor
de la primera fogata que el viento
de marzo dispersaba, un perro que dormía
en una puerta junto a un pan, la calle
de un suburbio endomingado.
Noche junto al río. Serena emerge
esta isla en el pensamiento,
en el recuerdo de los días infinitos:
grandes vigas de madera que se elevan
desde el agua, gigantescas agujas
de relojes lunares, o tal vez plegarias
por los muertos insepultos.
Nacías de continuo, isla matutina,
aún no arraigada al fondo de este río,
para acrecentar el verano y nuestros mitos,
entre vuelos de aves que emprendían
sus tempranas migraciones, en las noches
de serenas aguas aluvionales.
Día a día celebrábamos tu nacimiento, la botadura
de las naves recién calafateadas,
los viajes a las provincias extranjeras;
la fundación de un templo, de un gobierno; la luz
de un nuevo astro descubierto por los astrónomos;
Domine, si tu es, iube me
venire ad te super aquas.
Mateo XIV, 28
Parecía cosa fácil
repetir el prodigio
en aquella noche signada
de gracia poderosa,
cosa fácil vencer
la lógica y las fuerzas
con que se rigen el mar y el turbión
que azotaba las naves.
Se congregan junto al fuego de la playa
y la hoguera se extingue con los primeros atisbos de la aurora.
Luego duermen hasta que el mediodía
los despierta con una extraña confusión
de sol tórrido y brisa marinera.
Pasan las horas de la tarde
contemplando el flujo y el reflujo de la costa
o se van a los acantilados a contemplar el panorama
de la bahía, el arribo del utópico buque que los rescate.
Aire de siglos inundaba las avenidas populosas,
los altos campanarios, los árboles
inmortales de la infancia. Con el fresco de la hora
perfumaban los comercios, los puestos de fruta
y el pregón de los feriantes matutinos.
Bienaventurado
quien podía gozar de aquella mañana
con ojos transparentes.