Ciudad hospitalaria de Goya Gutiérrez

entre lisa pared y pálido jazmín
suben hacia este monte
palomas, tulipanes, bellas gardenias,
con sus manos de verde laurel
abrirán lechos blancos a la noche insomne,
vaciarán de dolor las cuencas de los ojos,
verterán amarillos de fiebre en informes,
pulsarán con sus dedos asépticos tubos
por donde discurren los ríos aciagos,
los túneles de aire, los vientres sin fondo,
los cuerpos de niebla tendidos
esperando del sol la mañana,
que disipe los grises
y el olor a otoño de los crisantemos

los pasillos extienden sus largos
tentáculos a orillas del breve reposo,
dando asiento
a aquella fatiga de la media tarde,
cuando ya las visitas regresan al mundo,
y el cálido rostro de palabras firmes
del especialista y doctor, queda lejos
diluido en las tenues luces del atardecer,

de las frías estancias de urgencias
suben ecos de navajas rojas,
y rumor de deseos sin frenos,
y quejidos de metal y sombra,
el murmullo se adensa en los techos
y presiona bajo finas vendas
la cama de al lado con cuerpo
sin alma, que anoche
sostenía aún su duelo

la enfermera cambiará solícita
la habitual posición de brazos y caderas
sin rastro
de sudor o lágrimas,
por un nuevo sueño bien algodonado

un frescor a semillas y a heno
llega en la mañana,
y las rosas de un jarrón, cortadas
anuncian partida, y su límite,
y el olor conocido de pétalos
nos devuelve
a retazos de tiempos y a nombres
y a calles, y a pasos sabidos
para desandar, lejos, muy lejos
de ese tiempo helado
de los hospitales