De «Ejercicios» de Carlos Illescas

Desordenado espejo

Sobre el cristal anuda la manzana
el ímpetu apagado de su goce;
acrece su medida si dilata
el color jubiloso mientras pone
su fina redondez en la balanza.
Debajo de su forma reconoce
la piel de la serpiente y el olvido,
donde enraiza la noche su gemido.

Reduce su mejilla al puro beso;
dentro la soledad se le desnuda
como un sorbo de carne amada al tiempo
de ser vuelo y memoria en la futura
sensación de una llama junto al fuego;
desordenado espejo a que se junta.
Y el fiel de la balanza desorbita
la celebrada forma de su vida.

* * * * *

Disidente flor

Junta labio con labio. Disidente
flor que alcanzando el aire desparrama
el firme corazón que la somete
al ondulante junco de las aguas:
es la intacta promesa de la nieve.
Defiende tu minuto que me abrasa,
la ribera y los huertos destinados
a ser refugio abierto de mi paso.

Desposa la esmeralda de tu cielo
si luto impones a mi roja senda,
huidiza soledad que sabe a tiempo
y en nubes solitarias se envenena;
confinando las raíces de su abeto
las ramas altas en tu torno vuelan.
Ordena el desposorio de la poma
y une después tu labio con mi boca.

* * * * *

El espejo

En la heredad del fruto la dulzura
es nombre con que ríe su corteza
y en luz callada el fuego se improvisa.

Una voz se levanta del regazo del mundo
hasta la tácita quietud,
como si habiendo muerto caminara
de pronto bajo el árbol de la sangre.
Visible caracol baja la espuma.

Abre la herida la doncella
del desvarío, ausente el rostro bello;
su seno triunfa
pero la sombra de la luz que miente,
calla. Vuelve su soledad la dura
infinitud de sombra y ramas
que un nítido asfodelo es la axila gloriosa.

Vano equilibrio el de sus hombros.
Descubro en ella el fruto
gozoso, su palabra y el impuro
deseo de morir bajo otro cielo;
a media voz de alcoba.
Frente al espejo.

* * * * *

Ella es la yerba

Amiga, ya no tienes quince años. Puerta sellada.
Ahí tus labios penetran esta raíz a flor de tierra.
Como una copa muerta a la mitad del día, sollozando,
yo te miro despertar en todos mis sueños:
apenas fantasma o manchada arpa de litigante suspiro.
Ruede tu espejo y si a pedazos se reduce sobre el lecho,
reconstrúyeme sobre la redondez de un mundo mágico,
pero nunca digas aquellas palabras de otros días,
ni repitas las caricias que tanto gozaron nuestras manos.
Libres vuelan los árboles sobre la memoria de la noche,
cónicos labradores en nuestros jardines amorosos.
Escondiste en mi corazón un tigre de piedra rutilante,
las monedas que tu estricta doncellez robara a la avaricia
y al celo y al júbilo de una inocente pornografía.
Dulce látigo embelesado en tus ingles como un dios
de aquietados potros o memoria rota por los pétalos,
pero nunca sumisión del nombre dado a las cosas y al amor.
Aquietada juventud del agua apenas fuente para el cisne.
Daga en tus manos a tanta herida resuelta en pura humanidad.
Entonces deparaba el sitio a tus cabellos como diciendo:
«Hoy la veré. Sus senos son redondos. Ella es la yerba».
Aprendíamos a nacer, entonces. Labrábamos la copa y el agua,
el restallar de la llama a la mitad de la tarde y la risa.
Hojas caídas de un zodíaco genital sin sucios temores,
como dos rodillas juntas, amiga con amigo. Belleza
que penetra el momento hasta la palabra: «Yo te amo».
Pobre dádiva a tanta muerte escrita en el espejo redondo,
en la sombra del fonógrafo puesto a girar hasta la vida.
Rota la cinta del corpiño elegías el mérito del suspiro,
así llameando toda el alma junto al árbol menos secreto:
tantos bosques y tantas manos, carrera impuesta al delirio.
Entonces eran los días del dulce morir para la vida,
de la lluvia sedante, casi cuerda locura y amor sediento.
Lucidez del leopardo y su piel llena de flores en movimiento.
Hojas aquietadas que entran en el cuarto y nos buscan
con todos los besos de sus filos hasta hacernos árboles.
Ya no tienes quince años. Puerta sellada. Mano cruel.

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Fábula

Flor que sumerge en acuosos daños
visiones funerarias como espejos
-límite del cuerpo entre las sogas
arrebatadas al piélago de almendras
y si memoria del cáliz es la fluente
admiración de pájaros honderos
-dádiva serás del junco bajo un labio.
Trazo de la nube de inflamado estío
como la rueda sola en la mejilla
por la opaca lucidez se desvivía.
Tacto de la arena, sujeción al paso,
ardientes muérdagos y copa de veneno.
Sordo es el mirlo mas el trébol tañe
su rojo polen como un puño
y la llama torna forma lo que fuera noche.
Días del agua, manzanas atrevidas
por la sola voluntad de los corderos,
abiertas manos del limón y el lino;
rompen las sienes su silencio ansiado
pero enfadan su laúd y sus rodillas
mientras expiran los mármoles sonoros
y tus ojos me miran amorosos.

* * * * *

Serenidad

Los ríos hermanan una palabra humilde
si esperar en su ribera es imagen para el alma.
Dardo de dulzura finita a despejada frente de su linfa
como un pequeño caracol abierto en trébol.
Preguntan por nosotros y su voz menos húmeda
para en el aspa de la hierba que nos besa.
Su ventana tañe las sirenas del tiempo:
mínima espesura su caudal de cuerdas amables
si duda el remanso bajo el puente del día
o la fuente afables álamos desata.
Desplomados ruiseñores labran su sueño
en pequeñas planchas de oro sonámbulo.
Ahí la pátina del otoño levanta su estandarte
y al final siempre besa a la doncella de la grava
hasta la quieta alcoba del fondo alcanza
el undoso brazo, apretado por el frío,
la favorable flor que trae hasta su pie desnudo.