Yo aprendí en el hogar en que se funda
la dicha más perfecta…
Gabriel y Galán
Aquí donde no tienen cabida los maricas
y a cometer los propios errores se prefiere
cometer los errores tranquilos de los padres,
uno es merecedor de este legado:
seguridad y pan,
paz y severidad y algún consejo.
Y, piénsalo, no es poco
si tras esa ventana miras el mundo hostil
en donde los extraños a su vez se amontonan
en cómodas colmenas y contraen
también sólidos vínculos frente a ti y a los tuyos.
Un modo complicado
de sentirnos seguros, la familia.
Porque probablemente es cierto todo eso
de que se hará por ti lo que haga falta,
que responder de ti para eso estamos
y que en cualquier momento, porque nunca se sabe.
Y luego están las fotos, los recuerdos,
verano aquí y allá, noches de Reyes,
tantos besos ruidosos en mejillas que lloran,
cumpleaños, juguetes… Y todo agradecible.
No hay duda, te enseñaron
muy bien cómo se juega a la familia:
intereses y afectos, en sutil equilibrio,
delimitan el campo donde mueves las piezas,
y lo que resta al fin es un modelo
y una conciencia, un orden de la dicha.
Así que nunca cortes
un árbol que es más viejo que tú mismo
y haz pronto de tus padres abuelos complacientes.
¿O vas a aventurarte entre vados ajenos
a pecho descubierto, con tu cara
y ademanes -pardillo-, solamente
por no deber a nadie, a ver, qué logros
o cuál identidad que no repita
esa mirada en sepia de cuantos te preceden?
Alguna noche ociosa,
mientras la porcelana duerme el sueño
de las cosas inútiles y adorna
para nadie el jarrón y están los cuadros
contentos de ser manchas en la pared del fondo,
tú te preguntas
de dónde viene esta capacidad
de adaptación y si imitamos tanto
por puro instinto de supervivencia,
si habrá algo esencial que aún ignoramos
sobre nosotros mismos, otra forma
de no ofender a nadie y ser distintos.
Y si en el mundo queda todavía
una maldita cosa que sea gratis.