1. Empieza de nuevo, a partir
de la soledad:
como si ahora respirara
por última vez,
y es ahora, por tanto,
cuando respira por vez primera
más allá del abrazo
de lo singular.
Vive, y no es por tanto
sino lo que se aloja
en el insondable hueco
de su ojo,
y lo que ve
es todo lo que no es: una ciudad
del hecho
indescifrable,
y, por tanto, un lenguaje de piedras,
pues sabe que en el total de la vida
una piedra
dará paso a otra piedra
para hacer un muro
y que todas esas piedras
formarán la monstruosa suma
de pormenores.
* * * * *
3. Oír el silencio
que sigue a la palabra de uno mismo. Murmullo
de la más mínima piedra
tallada a imagen
de la tierra; y que los que
hablen
no sean más
que la voz que los habla
al aire.
Y dirá
de cada cosa que vea en este espacio,
y se lo dirá al muro mismo
que crece ante él:
y también para esto
habrá una voz,
aunque no será la suya.
Incluso a pesar de que habla.
Y porque habla.
* * * * *
5. Frente al muro
adivina la monstruosa
suma de pormenores.
No es nada.
y es todo lo que él es.
Y si él
nada fuera, déjalo empezar
donde se encuentre a sí mismo,
y como cualquier otro hombre
que aprenda el habla del lugar.
Pues también él
vive en el silencio
que viene antes de la palabra
de sí mismo.
* * * * *
7. Está solo. Y desde el instante en que empieza a
respirar,
no está en ningún sitio. Muerte plural, nacida
en las mandíbulas de lo singular,
y la palabra que
construiría un muro
a partir de la piedra
más interna de la vida.
Pues nada: de lo que habla
es él;
y a pesar de sí mismo,
dice yo, como si también él
empezara a vivir en todos
los otros
que no son. Pues la ciudad es
monstruosa, y no hay en la boca
fugas
que no devoren la palabra
de uno mismo.
Por tanto, están esos muchos,
y están
todas esas vidas talladas
en las piedras de un muro,
y aquel que fuera a respirar
aprenderá
que no hay más destino
que éste.
Por tanto, empieza de nuevo,
como si, por última
vez, respirara.
Pues no hay más tiempo. Y lo que empieza
es el final del tiempo.