A veces, semiborrada, y contra lo que dejabas esperar, te abres. Se ve en ti una rendija llena de cosas oscuras y pesadas. Una rendija de versos, forma dilatoria de ese cartílago del alma que es la poesía.
Por máscara que parezcas, el camaleón está incompleto. Te veo mirar el sol con lupa, describir a golpe de flores el mundo animal, el vegetal, el mineral. Tus palabras son cascabelillos. La diéresis te parte en dos como un machetazo que deslinda tu todo en dos mitades: la negra y la blanca, la rumorosa y la muda, la umbría y el astro en su cenit.
Yo sí, vi el precipicio que guardas en el estómago, y sueltas, un paso adelante, como una alcancía que escupiera sus monedas por la ranura. Tienes la mano sobre mi hombro. Dulcemente estamos sentadas al borde del vacío, tú con tus canastas de bosques diminutos en la mano y los miembros que cercenas ocultos bajo la falda, yo con la espumosidad de mi boca, la cuerda floja de lo que sueño cuando el señor de la noche me ha bajado los párpados. Un empujón y soy pájaro.