Me acuerdo de las noches, siempre muy tarde, que tocaba tu timbre
y me obligabas a subir.
Y yo estaba borracho, como siempre, y traía mi lista de pecados mor-
tales, y a lo mejor temía molestar y tú decías: venga, no seas
tonto, cuéntame qué te pasa. Y yo hablaba y hablaba, con la san-
gre en la boca de pura adolescencia pisoteada,
hasta que me dejaban sin palabras tus ojos y tu risa de certeza absolu-
ta de las cosas, porque estabas a salvo del dolor.
Y entonces, poco a poco, ibas desmenuzando mi lista de mentiras hasta
hacerme sentir demasiado pequeño y preocupado, pero a la vez
el mundo ya no era aquel lugar resbaladizo, ya todo estaba bien,
porque me habías salvado del dolor.
A veces, en alguna de esas noches, cuando yo ya te amaba más que a
nada en el mundo, surgía de pronto el pero que había que
esquivar mediante subterfugios, toda la noche hablando,
y eso no era normal, siendo tú el implacable sabedor de las cosas que
no deja pasar nada por alto.
Y hoy entiendo que tú te dabas cuenta pero no decías nada y venga a
hablar y a hablar, y era porque sabías que yo era demasiado vul-
nerable y cobarde,
y es que aquel pero éramos simplemente nosotros.
Y luego tú te fuiste a otra ciudad.
Y cuando regresaste nos mentimos.
Y te volviste a ir.
Y yo dejé las cosas como estaban.
Y hoy has vuelto, después de varios años. Pero ahora la muerte va con-
tigo en tu sangre, y esta vez es en serio, ya no es una palabra.
Me lo cuentas, qué puedo decir yo.
Y lo siento, lo siento. Tú sonríes: no puede hacerse nada, me consue-
las a mí porque tú nuevamente vives con las certezas y no hay
mayor certeza que la muerte.
Y yo he cambiado tanto, pero aún soy el mismo en las cosas peores:
ya no soy vulnerable, sigo siendo un cobarde, oculto tras los mis-
mos subterfugios, y como siempre tú ya lo has adivinado.
Que he ido sustituyendo poco a poco mis sueños por una amurallada
fortaleza de hábitos banales, que soy un egoísta e, igual que tan-
tos otros, ya no sé hacer preguntas.
Aunque cuando te vas se me ocurre, qué extraño, que ahora es cuan-
do de veras me arrepiento de haber sido un cobarde y no haber-
me acostado contigo entonces. Y ojalá lo supieses, pero no te lo
he dicho, igual que entonces.
Cómo me gustaría, ya es demasiado tarde, compensar tantos años de
ceguera, ser yo quien contestase a ese timbre en la noche, tener
los ojos sobrios para ver tu dolor.
Desmenuzar tu muerte y apuntalar el mundo, y decirte: Te quiero.
Conmigo estás a salvo. Ya no sientes dolor.