1
El dueño de la ciudad vendrá algún día
con su claro rostro iluminado;
el que la dejó para ir a conocer otros vistosos sitios;
el que vestía con riqueza
y llenaba de júbilo los corazones de quienes le oían.
¿Dónde están mis edificios
y mis amplias calzadas -preguntará
estupefacto-; dónde están mis jardines
en los que suavemente reposaba
y donde al amor dulce de los adolescentes
que paseaban en grupos
conociendo los nombres y las cosas
imaginaba el futuro,
prevenía las catástrofes,
mantenía cantores,
evitaba el llanto,
y parvadas infinitas
oscurecían las copas de los chopos?
¿Dónde está mi ciudad?
¿Qué es esto?
2
El más audaz responderá;
el que tenga más bien cosido el corazón en el pecho;
el que tenga más fuertes ligaduras consigo mismo
y pueda entibiar con el aliento de sus palabras
una gran laguna;
el que tenga más trenzados los nervios en la mano derecha
y más aéreas las venas en la izquierda;
el que más pueda tocar por su nombre las cosas de la tierra,
ese quizás responderá.
3
No hay flor que pueda perdurar
si el sol seca la tierra en que crecía;
los mismos pájaros se van,
las abejas que rondaban
-procura recordarlas-
se apresuran a buscar otras fuentes de miel
en donde sumergirse,
los menores insectos
emigran a buscar otro gobierno
y nada sino el desierto señorea;
así también si el sol se ausenta
no hay flor que pueda perdurar.
¿Por qué dejaste al sol hacer su voluntad?
¿Adónde fuiste?
4
El dueño de la ciudad
tendrá pavor cuando la mire,
sus pobres ojos se querrán salir
a platicar con alguien,
el dolor de sus venas no tendrá remedio,
las palabras se le irán estrellando
al tocar el aire,
le temblarán las partes vergonzosas
y un amargor intenso saturará su piel.
¡Qué haces imbécil! -le gritará
tratando de que ella lo comprenda
y se quedará sin respuesta
porque las malditas ciudades no responden.