El halcón de Alejandro Aura

He causado la ruina de los demás pájaros
y las palomas me tienen pavor;
he aquí por qué se dice que hay que pensar bien las cosas.

Antes de que yo me eligiera fui señalado para el vuelo,
no tuve la oportunidad del mamífero ni del reptil
ni se me permitió escoger el agua
en cualquiera de las tumultuosas formas que la habitan.

Ahora pienso cuánto me hubiera gustado pasar la vida en tierra
recolectando los alegres frutos y compartiéndolos con los demás,
haciendo labores con las manos,
como sacar el metal de entre las piedras, fundirlo,
pelear con él con toda valentía y rudeza
—las mismas que en ocasiones se usan para perpetuar una especie—
y acabar dándole forma:
la aguzada punta de la flecha que puede si es certera
inventar que alma y cuerpo sean dos cosas distintas,
llenar todo lo ancho y lo largo de una simple vida humana:
otros he visto que encuentran la irradiación de las piedras preciosas
de un pajar, de un lodazal, de un cuerpo,
que perciben y formulan a plenitud y en euforia cada instante
y el universo particular de cada atisbo,
pero o no supe o me faltó la fuerza para oponerme
y sucumbí al destino.

Casi nadie es lo que su gusto pide
y a la luz de la pequeña historia de nuestro siglo personal,
apenas es verdad lo que se da por cierto y por sabido,
las mismas cosas vuelven a suceder sin que uno caiga en cuenta,
cada vida puede tener las raíces puestas en vidas que ya fueron,
con iguales fibras si se trenzan se hacen hilos
con que se tejen telas para cubrir imágenes y cuerpos
y cuando se arrojan en suspensión irracional
se fabrican hojas de papel conservadoras de enigmas,
ni siquiera la distancia etérea del vuelo es suficiente para ver
porque el aire del tiempo es denso,
por eso no discierno entre el mal y el bien como quisiera
y apenas puedo hablar de mí entre graznidos sordos,
ésos que son el tiempo.

Otros al menos cantan con varios tonos y su canto se transmite
como un ramo de alegría.
El gorrión es uno de ellos
cuyo trino acuático permea los muros sólidos del desencanto,
de la impiedad, de los amaneceres lúgubres del insomne;
puede convivir con el jilguero sin que los afilados cuchillos
de sus cantos, montescos y capuletos, se entrecrucen.
Yo grazno.
Yo una voz rasposa.
Yo ruido ingrato.
El clarín o el zenzontle, piezas para mí insignificantes,
son el opósito,
el reverso,
el antípoda de mis desgarraduras guturales.

A mí lo que me sucedió es que me castigaron los dioses,
mortificaron mi piel, deformaron mi tamaño,
con muchas lastimaduras crujientes mi estructura cambió
y vine a ser lo que no era, lo que no iba a ser.
Veo mi esqueleto reconstituido y en él están patentes
los ligeros cambios que a mí tanto me dolieron.
¡Ya qué!
¿Estaban entretenidos haciéndolo o lo hicieron por oficio, indiferentes?
Nunca lo sabré.
¿Y qué son, qué paquete de inconsistencias los conforma?
Son la memoria y su doblez: el olvido.

¿Por qué los dioses se la toman con uno y lo hacen como quieren?
Yo tenía la apariencia de un hombre normal,
por lo menos cumplía con mis obligaciones y era pacífico y pródigo,
no excedía en estatura a nadie ni me quedaba corto
entre las filas de cualquier formación,
me levantaba antes que los demás
después de haber soñado cuanto era necesario en mis sueños
y era el primero en encender el fuego cumplidor para los ritos;
tanto entre los dioses como entre los hombres
siempre que se me necesitaba se contó conmigo,

he ahí lo que los disgustó sobremanera:
que les hubiera dado lo que ellos querían que no tuvieran,
que preferí a la gente, que me ensoberbecí
mirándome en el espejo de mi especie,
de la que fue mi especie.

Compartí la cebada y el trigo,
doné ovejas y corderos,
les regalé canastos de peces y moluscos
que muy trabajosamente aprendí a gustar
y aun sugerí que para mayor utilidad los sazonaran
con ciertas hierbas que les dije.
Además del cilantro y el perejil remotos,
les propuse la albahaca fresca cuando sus hojas al simple tacto
se extrovierten en aromas verdes,
el acuyo perfumado de complexión lunar,
bello como una visión egipcia,
les enseñé a utilizar el epazote y el papaloquelite
y hube de transmitirles el secreto sencillo
de tostar previamente las hojas de aguacate
y hacerlas luego emanar su gusto por medio de vapor.
Siempre andaba yo haciendo esas risueñas cosas.

Mientras, ellos se defendían del acoso de un monstruo marino
que los socarrones dioses les instrumentaron para sancionarlos,
nada que ver conmigo.

En realidad fue algo sangriento,
me dolió muchísimo el nacimiento de cada una de mis plumas,
me punzaban como remordimientos en la piel,
yo no sentía ni pude gozar su ligereza,
su parte metafórica,
y contrario a lo que todos piensan
la primera experiencia de volar fue desastrosa
ni siquiera en sueños me había imaginado nunca lo terrible
que es alejarse de la tierra;
para aquellos que conocieron el amor quizá sea más fácil entenderlo.

Espaldas de ángel, susurraban las muchachas
y sus palabras con alas eran siempre mucho muy ligeras;
se referían, por supuesto, con su gracia natural y fresca
a mi desnaturalización traviesa;
mi musculatura no alcazaba nunca a sostener lo que decían de mí,
yo sólo sentía laceración, dolor pues, mucho dolor.

Me entrenaron. Una cuerda amarrada a mi pata
me enseñó el alfabeto con que podría en adelante
nombrar los destinos posibles de cualquier desplazamiento,
cegaron los ojos de mi instinto,
me pusieron para cubrir todos mis sentidos una negra capucha
que sólo me es retirada para cumplir mi cometido.

Desde el puño de amos implacables
–tales son las fuerzas que me tienen–
salto a las mayores alturas para caer en forma vertical sobre mi presa,
lo que vuela me aterra y me da hambre
y en lo último en que quiero pensar es en mí mismo en el vacío,
mi elemento
desde que la metamorfosis vengadora me tornó en cernícalo
y tuve que olvidar la risa para siempre.
Pero el sufrir más grande, el que no tiene soborno,
es el dolor mismo del vuelo:
lo que se rasga es uno cuando tiene que atender asuntos
que no son de su especie.
He aquí por qué se dice que hay que pensar bien las cosas.