Tanto tiempo buscándola y ella estaba aquí,
en mis ojos cerrados,
en la noche sola;
aquí,
detrás de lo visible,
en la edad antigua de la niebla.
La amé ese día por toda la eternidad.
Yo llevaba un ramo de palabras cuando caminé hacia ella.
-No las pondré en agua -me dijo-, ni he de secarlas para el recuerdo. Se morirán cuando las toque el aire.
Nos vestimos con fuego
y levantamos nuestros cuerpos con el viento.
– Te haré un vestido de tierra -le dije-,
con la humedad del mar lo zurciré y con la piel de cielo.
– Aquí no existen las palabras insistió-.
– ¿Y en dónde sí?-le pregunté-.
– Allá, en la mentira.
La amé ese día, todo el día,
en la niebla, en la nada.
Quise hablar,
en verdad deseaba curar mi voz en su alma.
– Silencio- me dijo-, en mis ojos están todas las cartas de amor que se han escrito sobre la tierra.
La amé ese día,
y era mía como la vida misma,
pero me atreví a preguntarle su nombre.
-¿Eres mío, y no sabes que mi nombre es el tuyo?
¡Despiértate! No me volverás a ver.