He cruzado esta isla como fiesta de pobre
y creo en sus prodigios,
pero toda la angustia cae dormida a mis ojos
y no llego a decir más que la noche.
Cruzo otra vez la isla y trueco mi destino
entre personas que mueren
de su propio rencor cada mañana.
Pero tropiezo con tus ojos que piden
la eternidad de un dios sobre tu cuerpo,
y ya no hay nubes ni oscuros comerciantes,
sino un paisaje para recobrar
dos historias en una misma fruta.
Entrar en esa desnudez,
limpios de soledad, aireados por un sueño,
como quien toca al azar su buena suerte,
es la pequeña gloria de arder en tu belleza
sin ser un dios sobre tu cuerpo, un dios,
pero alcanzando así la eternidad.