Vuelve a mi mente el día en que el combate
sentí de amor por vez primera, y dije: .
«¡Ay de mí, si es amor, cómo acongoja! »
Con los ojos clavados en la tierra,
yo contemplaba a aquella que, inocente,
mi corazón hizo vibrar primero.
¡Ay, amor, y cuán mal me gobernaste!
¿Por qué tan dulce amor debió consigo
llevar tanto dolor, tanto deseo,
y ni sereno, ni íntegro y sencillo,
mas lleno de lamentos y de afanes,
bajó a mi corazón tanto deleite?
Y dime, tierno corazón, ¿qué espanto,
qué angustia era la tuya al pensamiento
junto al cual era hastío todo goce? ;
el pensamiento aquel, que, lisonjero,
se te ofreció en la noche, cuando todo
quieto en el hemisferio aparecía.
Tú, infeliz venturoso e intranquilo,
me fatigabas el costado sobre
el lecho, fuertemente palpitando.
Y cuando triste, exhausto y afanoso,
yo los ojos cerraba, delirante
como por fiebre, el sueño no acudía.
¡Oh, qué viva surgía en las tinieblas
la imagen dulce, y los cerrados ojos
la contemplaban bajo de los párpados!
¡Qué latidos suavísimos sentía
recorrerme los huesos, qué confusos,
mudables pensamientos en el alma
alzábanse, lo mismo que en las copas
de antigua selva el céfiro soplando
arranca un largo y trémulo murmullo!
Mientras callaba, sin luchar, ¿ qué hiciste,
¡oh corazón! , cuando partía aquella
por quien pensando y palpitando vivo?
Me sentía quemado lentamente
por la llama de amor, cuando la brisa
que la avivaba se extinguió de pronto.
El nuevo día me encontró sin sueño,
y al corcel que debía dejarme solo
piafar oía ante el paterno albergue.
Y yo, tímido, quieto e inexperto,
en el balcón oscuro, inútilmente
aguzaba la vista y el oído
esperando escuchar la voz que de unos
labios debía salir por vez postrera;
aquella voz que el cielo, ¡ay! , me vedaba.
¡Cuántas veces el vacilante oído
plebeya voz hirió, y heló mis venas
e hizo latir el corazón con fuerza!
Y cuando al corazón bajó el acento
de aquella voz amada, y se escucharon
de carros y caballos los rumores,
me quedé ciego, me encogí en el lecho
palpitando, y, cerrados ya los ojos,
oprimí el corazón entre mi mano.
Luego, arrastrando las rodillas trémulas
por la callada estancia, tontamente,
decía: «¿Qué dolor puede ya herirme ?»
Amarguísimo entonces, el recuerdo
se me emplazó en el pecho, y se oprimía
a toda voz, ante cualquier semblante.
Largo dolor mi mente iba minando,
cual lluvia que al caer del vasto Olimpo
melancólicamente, el campo baña.
No sabía de ti, garzón de nueve
y nueve soles, a llorar nacido,
cuando en mí hiciste la primera prueba.
Y el placer desdeñando, no me era
grato el reír de un astro, ni el silencio
de la aurora, ni el verdecer del prado.
También faltaba el ansia de la gloria
del pecho, al que inflamar tanto solía,
pues la borró el amor por la belleza.
Desatendí el estudio acostumbrado
y lo creía vano, porque vano
cualquier otro deseo imaginaba.
¿Cómo pude cambiar de tal manera
y que un amor borrara otros amores?
En verdad, ¡ay de mí! , cuán vanos somos.
Mi corazón tan sólo me placía,
y de un perenne razonar esclavo
espiaba el dolor que lo embargaba.
La vista fija en tierra o abstraída,
insoportable me era ver un rostro
fugitivo, ya fuese hermoso o feo,
pues temía turbar la inmaculada,
cándida imagen en mi mente fija,
cual la onda del lago turba el aire.
Y aquel no haber gozado plenamente
-que de arrepentimiento llena mi alma
y el placer que pasó cambia en veneno-
en los huídos días, a mi mente
estimula; que de verguenza el duro
freno mi corazón ya no sujeta.
Juro a los cielos ya las nobles almas
que nunca un bajo anhelo entró en mi pecho,
que ardí en un fuego inmaculado y puro.
Vive aquel fuego aún, vive el afecto,
alienta en mi pensar la bella imagen
de quien, si no celestes, otros goces
jamás tuve, y sólo ella satisface.
Versión de Diego Navarro