El que se arroja al agua con su cuerpo magnífico
y luego deja gotear el mar por sus caderas y las mías
como una prueba incontestable de perfección y afecto.
Aquel que me sonríe
desde la hilera mágica de su terrible boca,
inocente guerrero,
putrefacto montón de espléndida hermosura,
el único que sabe cómo he perdido la batalla
y por eso me observa, todavía,
con una cierta sombra de dulzura.
El que arrastra mi cuerpo por el campo de batalla
despedazado el tronco y la plateada cabellera,
y aún tiene conmigo la deliciosa costumbre
de besarme los pies,
ese es el que amo.