Sepa que aun entre los miserables como yo, un mercenario por vocación, la poesía tiene sus defensores, sentenció. Y me entregó la página de un libro mío con una dedicatoria a un joven supuestamente muerto por subversivo.
No lo había visto nunca y no sé cómo llegó hasta mi lugar de trabajo.
Es muy probable que estemos en veredas opuestas en este país, dijo. Pero al menos sepa que le debe la vida a un ser despreciable como quien le habla. Yo pertenezco a un mundo que ha perdido su sentido. Por eso respeto a los que le dan sentido a la vida, aunque sean, en teoría y en la práctica, mis enemigos.
Dicho esto, desapareció como había llegado. En semanas sucesivas, me envió de regalo libros de Keats, Pound, y uno de Gelman con una irónica dedicatoria, mientras se reprimía y desaparecía gente. En el mundo por el cual arruiné mi vida, hay lugar desde Homero hasta usted. En el suyo, lo sé, no tengo cabida. Con mi afecto, que supera su silencioso desprecio.
Pasaron varios meses. Una mañana, recibí una llamada telefónica en la oficina. Mi marido, el que le hablaba de poesía para que lo ubique mejor, murió hace unos días, de muerte natural, un ataque al corazón. Y agregó una pregunta inquietante: ¿qué tenía que ver con usted?