Yo no sé donde está mi camino de rosas,
Ni ese ancho cielo suave que miraron mis ojos,
qué mano despiadada, sobre el camino en sombras
echó siembra de abrojos?
Hoy que el ayer no existe, se me ha muerto el gozoso
tiempo de las auroras fragantes y encendidas.
Más que una edad efímera de divino alborozo
se me ha muerto una vida.
Se me ha muerto una vida mía
vida de juegos y alegrías
bajo el sol de los mediodías
del verano;
vida de risas transparentes,
y de beber en las vertientes
con el hueco de nuestras manos.
En esta evocación de lo que ya no es mío,
las alegrías viejas son mis nuevos dolores.
El presente de sombras diluye en su vacío
el son de las campanas y el olor de las flores.
Campanas de escuela, que vibraron
cristalinas y frescas en el patio de sol.
Flores de aquel jardín que recorrió, cantando,
mi infancia, conducida por la mano de Dios.
Flores. Campanas. Juegos bajo la luna nueva.
Vida que nos inunda con ardientes efluvios.
Y la divina amada de doce años, que lleva,
la mirada del sol sobre sus rizos rubios.
¡Haber podido hacer eternos los instantes
de esa aurora perdida,
y con los ojos húmedos y el corazón fragante,
haber quedado niños, para toda la vida…!