A lo lejos se escucha un canto,
vago y tembloroso, lejano, lejano…
Una voz de niña, que en él va llorando,
vibra cono un dulce timbre puro y claro.
Solo y triste marcho
por este camino que guardan los álamos.
Poemas de Romeo Murga
Veinte ciudades de hombres me separan de ti,
pequeñita que llenas mi corazón tan grande.
Entre nosotros dos, la distancia enemiga
aleja nuestros cuerpos, ávidos de estrecharse.
La lejanía yergue sus muros invisibles,
en donde nuestras manos vanamente golpean.
Ya nuestro amor no es nada sino un recuerdo, y una
claridad imposible sobre la vida mía.
ya todo nos separa, ya nos aleja todo,
y entre nosotros corre, como un río, la vida.
Pasas junto a mi lado como si no pasaras,
y yo no me detengo para verte pasar.
Nadie lo sepa, amada, y a pesar del espacio
que nos separa, hablemos con baja y lenta voz
de aquel amor que yace, como un niño dormido,
sobre mi corazón, sobre tu corazón.
Tú eras una divina mujercita pequeña;
cabellera de sol, grandes ojos de sombra.
Cuando seamos viejos, todo este amor enorme
se irá por los caminos y brotará en los huertos,
y será una ilusión muy lejana y deforme
que enturbiará la paz de nuestros ojos muertos.
A la tarde, soñando con lo que ya no se ama,
mascaremos recuerdos de amor en el tabaco,
y el amor temblará como una débil llama
en nuestra carne vieja y en nuestros rostros flacos.
Organillo sonoro de la música vieja,
¿Qué poema doliente se estremece en tu voz?
Esa canción amarga que se acerca y se aleja,
¿es un suspiro largo, o es un supremo adiós?
¿Qué quimera brutal, vieja y desconocida,
allá en tu pecho engendra esa trémula voz?
Yo no sé donde está mi camino de rosas,
Ni ese ancho cielo suave que miraron mis ojos,
qué mano despiadada, sobre el camino en sombras
echó siembra de abrojos?
Hoy que el ayer no existe, se me ha muerto el gozoso
tiempo de las auroras fragantes y encendidas.
Mujer, la de esos besos, la de esos largos besos,
la de esos besos breves, húmedos y calientes,
la del regocijado sonreír en la sombra
que iluminó la vaga blancura de sus dientes:
la de la casa humilde, con ventanas humildes,
en la calleja oscura, soñolienta y callada:
la que entre beso y beso me lo decía todo,
aunque entre beso y beso no me decía nada:
la del mirar risueño, la del reír risueño,
la del querer ardiente, violento y extenuante;
la que vivió conmigo, con nosotros, con ella,
esa noche de amor corta, como un instante;
la que turbó el solemne silencio de esa noche
con la voces amargas y dulces del pecado;
la que dejó en mis brazos, en mi ser, en mi vida,
eso que es el recuerdo de que nos han amado.
No, Señor Jesucristo ¡Yo no soy como todos!
yo pronuncio tu nombre con honda devoción.
Aunque arrastre mi cuerpo sobre todos los lodos,
alzo como una hostia roja mi corazón.
Y la elevo hasta Ti, hasta tu crucifijo
que aún guarda las heridas de la Santa Pasión.
Dulce y buen Garcilaso, pastor de églogas tristes,
dame tu don secreto de hacer suave el sollozo.
Préstale a mi Amador la voz acongojada
que ante el verde campo gemía Nemoroso.
Que en mis oídos suene su zampoña bucólica,
y llegue a mi alma el eco de aquel acento suyo
que en la campiña hacía llorar a las zagalas,
mientras las vacas mansas velaban el crepúsculo.
Llegó la triste noche oscura;
pasó la lluvia y no llegaste.
Para endulzar tanta amargura
no habrá miel rubia que me baste!
Llegó la noche, pasó la lluvia
Y no llegaste.
Después nos quisimos, es cierto,
y hasta casi olvidé ser triste;
pero esa amargura no ha muerto;
junto a tu fiel recuerdo existe:
Vino la lluvia, se fue la lluvia
Y no viniste.
Como el sendero blanco porque vuela mi verso,
eres tú, toda llena de cosas lejanas.
Llevas algo de extraño, de sutil y disperso
como el polvo que dejan atrás las caravanas.
Amas la lejanía y eres la lejanía.
No has soñado jamás con la paz de tus lares.
Madres de los poetas que en el pasado han sido,
vengo a hablar con vosotras de vuestros hijos tristes.
Carne doliente, en vuestras entrañas han dormido
y no los conocisteis.
Madres de los poetas que en el presente son,
con vuestra eternidad de ternuras y arrullo
calmaréis a los mares y al viento arrasador,
pero no al dolor suyo.
¿Qué he de hacer con mi voz sino cantarte siempre,
sino decirte siempre que eres bella y que te amo?
Toda mi poesía, oh Amada, no es más que eso:
el vasto nombre ardiente de amor con que te llamo.
Estás en mis cantares, bella y eterna y sola,
mostrando tu divino modo de ser hermosa.
Morena de ojos negros, como la noche negra
desde donde han venido mis temblorosos pasos.
Morena, la romántica, la pequeña, la risueña,
cuyo cariño duerme como niño, en mis brazos.
Dulcemente morena, como la sombra humilde
de tus livianos rizos en tus leves ojeras.
Y la noche terrible se te entrará en los huesos.
(Acaso en nuestras horas de amor lo presentiste).
En tu morada oscura, la canción de mis besos
pondrá un temblor de almohada sobre la tierra triste.
Mi espíritu a tu lado velará sin descanso,
disipando las nieblas oscuras de la muerte.
Voy hacia ti, mujer, después de alguna ausencia,
llenos de mis sonrisas y mis palabras suaves.
Me tenderé a la clara sombra de tu presencia,
y te diré otra vez eso que tú ya sabes.
Eso que tu ya sabes, pero que aún no entiendes,
eso que tu ya sabes y nunca entenderás.
Estoy solo en la vasta soledad de la tarde,
solo entre todo el mundo; junto a la vida, solo.
Caen sobre el camino polvoriento del parque
las hojas de oro.
Tú cruzas el camino, como yo, solitaria,
envuelta en una pálida claridad otoñal.
Tu voz, eso es lo que amo,
más que tu corazón y casi más que a ti;
esa cosa invisible que sale de tus labios,
y junto a mis oídos, triste, viene a morir;
esa cosa tan dulce con que tú me respondes
y con que aquella tarde me dijiste que sí.
Tus ojos me miraron, te miraron mis ojos
y nunca más nos hemos vuelto a ver.
Fue tan sólo un instante, no más, pero en él supe
que tú eras la elegida que pasaba a mi lado,
que tú eras la que hubiera podido ser, un día,
amadora de todas las horas del amado.
Una tristeza fiel cubre mi vida:
pálido cielo sobre la tierra negra.
De esa tristeza suave, vive mi alma.
¿Qué sería de mí sin mi tristeza?
¿Qué sería de mí sin esta clara,
sin esta pálida melancolía,
que me llena de sueños y me libra
de la vulgaridad de la alegría?
Yo soy el hombre silencioso,
silencioso para cantar.
No sé del grito, del sollozo
ni del ronco rumor del mar.
Mi voz ungida en suavidades,
que canta lo triste y lo mío,
irá a través de las edades
como el rumor de un claro río.