Yo noté que apretabas, Florinda, mi cintura,
que tus manos me hacían resbalar hasta el cielo,
que tu poma dulcísima me estallaba en los labios
y tus brazos me alzaban para siempre al seol.
Yo noté que rondaba tu manzana redonda,
que mordía la pulpa cada vez más sediento,
que los dientes dejaban su mejor tintineo…
Me sangrabas con perlas, con anillos y ajorcas,
tu pulsera, el diamante, me rasgó ¿lo recuerdas?
Pero yo penetraba -¡la humedad!-, penetraba,
zahiriendo tu oreja o el zarcillo dorado.
Te encajaste rotunda, decidida, perfecta,
dimos vueltas al mundo y entornabas los ojos,
era un gozo sentirse caballero a tu costa
y marcar en tu espalda el mejor tatuaje.
Era la dicha entonces navegar a tu suerte,
y apretar tu cadera que es la luna redonda.
Te encajaste rotunda, decidida, ¿lo dije?,
éramos invencibles, intangibles, eternos.
Pero yo penetraba furibundo en tu gema,
la que tanto se enciende, la que más centellea,
ese párpado cálido, esa rosa cruel,
y fue entonces que al filo de su pétalo insomne
llegó extraña la plata de la dicha, Florinda.
Lo que fue, con la pluma que felices nos hizo,
queda escrito, mi vida, que por vos sigue inquieta.