Toma el bordó, peregrino;
como ayer a la alborada,
hoy con la noche mediada
has de emprender el camino.
Ya de las aves el trino
no alegrará tu jornada;
está la noche cerrada,
negro y callado el camino.
Toma el bordó, peregrino;
como ayer a la alborada,
hoy con la noche mediada
has de emprender el camino.
Ya de las aves el trino
no alegrará tu jornada;
está la noche cerrada,
negro y callado el camino.
De toda tu belleza en mí solo perdura,
entre el deslumbramiento de la intensa blancura
de la cal luminosa que tus muros enjarra,
la queja de una copla que los aires desgarra,
y en el calcinamiento de la estéril llanura,
aquel rincón de paz, oasis de frescura,
perdido en la planicie donde el sol achicharra
y su crótalos roncos repica la cigarra.
Desperté de mis sueños al dolor de la vida,
y hallé de mi pasado todo el derrumbamiento,
y vi mis viejos libros como el arma el suicida
a quien no quiso detener en su intento.
Parte de mi existencia a la suya va unida.
Los árboles negros,
la vereda blanca,
un pedazo de luna rojiza
con rastros de sangre manchando las aguas.
Los dos, cabizbajos,
prosiguen la marcha
con el mismo paso, en la misma línea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.
Este es el muro, y en la ventana
que tiene un marco de enredadera,
dejé mis versos una mañana,
una mañana de primavera.
Dejé mis versos en que decía
con frase ingenua cuitas de amores;
dejé mis versos que al otro día
su blanca mano pagó con flores.
¿Para qué contar las horas
de la vida que se fue,
de lo porvenir que ignoras?
¡Para qué contar las horas!
¡Para qué!
¿Cabe en la justa medida
aquel instante de amor
que perdura y no se olvida?
Azul cobalto el cielo, gris la llanura
de un blanco tan intenso la carretera,
que hiere la retina con la blancura
de la plata bruñida que reverbera.
Allá lejos, muy lejos, una palmera,
tras unas tapias rojas, a grande altura,
como el airón flotante de una cimera,
levanta su penacho de fronda oscura.
También el alma tiene lejanías;
hay en la gradación de lo pasado
una línea en que penas y alegrías
tocan en el confín de lo soñado:
también el alma tiene lejanías.
En esos horizontes de olvido
la sujeción de la memoria pierdo
y no sé dónde empieza lo fingido
y acaba lo real de mi recuerdo
en esos horizontes del olvido.
En la calle silenciosa
resonaron mis pisadas;
al llegar frente a la reja
sentí abrirse la ventana. . .
¿Qué me dijo? ¿Lo sé acaso?
Hablamos con el alma. . .
como era la última cita,
la despedida fue larga.
¡Madre, madre, aquí estoy. Cuando la suerte quiso,
como bohemio errante dejé tu paraíso
y fui de gente en gente
y fui de Corte en Corte;
de los soles de Oriente a las brumas del Norte;
pero ni el sol ni el hielo
de ti me tuvo ausente;
el azul de unos ojos me hablaba de tu cielo,
lo diáfano de un verso evocaba tu ambiente
y en el más crudo invierno, un soplo de fragancia,
aromas de tus campos me trajo a la distancia.
El pastor su rebaño en el redil encierra
y del prado brumoso viene una voz lejana:
es aguda en la esquila y grave en la campana. . .
Una niebla de ensueño se extiende por la tierra. . .
El cobre del ocaso se funde en rojo brillo,
y luego es amaranto, es pálido violeta,
es sombra y es silencio.