«Huele a salitre».
Estas ellas y estos ellos también son personas,
pero con sumisión, sexo, harapos
y edad indefinible.
Escasas de dinero
y con más indigencia que descanso,
trasladan los peces muertos
—caja o cesto o balde de la cabeza en lo cimero—
desde la Rula a las bodegas
que pueblan las estrechas
—y muy redondamente deshuesadas—
calles del barrio.
«Huele a salitre».
Esas sí que son personas,
tienen su despectivo apodo: focas.
Focas de rostro burilado
por el menesteroso oficio,
rostro que raramente ríe
la tristeza de su enfado.
Ríen no obstante sus bolsos
al son y peso metálico
de las piececillas
que justifican sus viajes grávidos.
—Toma y daca—,
en la bodega es el cambio.
Cuando las focas regresan
—de vacío e ilusionadas—
las chapas rózanse con peso cálido.
«Huele a salitre»:
es la saya, el pantalón,
la palma de la mano,
el zueco y la alpargata;
es el brillo de la escama
y el hilillo salitroso
que por la cara resbala.
Su oficio: —vaivén de focas—
¿quién se lo compra?