Hueles como el verano. Desde el calor, lentísimas,
se me ofrecen las jaras y, en tus hombros,
lo flexible del mimbre y el lentisco. Tienes,
debajo de tus brazos, un herbazal tranquilo,
olor a prado en celo y a retama de un monte.
Parece que vinieras de una casa sin nadie
con un carro de heno que asustara en los labios.
Estás como entregando una mensajería
de un lugar inconcreto que no sabe su nombre.
Tu oficio más propenso es hablarle a los tréboles
y hacer que en cada mano se haga grande un arroyo.
Abrazarte es lo mismo que ir oliendo una fábrica
donde el polen hubiese trabajado descalzo.
A través de tu boca se ha asomado una espiga
y hay un poco de mosto que va abriéndose paso.
No existe sitio tuyo que no ordene
mirar su procesión, más infidelidades
a las cosas restantes que arde al sol tu azotea.
Hueles a la corteza del pinsapo y del álamo.
Desde ti suena el mundo como el aire en las cañas
o el zorzal. Se despeñan los párpados a verte
y, al rodar, te visitan regiones augurales
que enloquecen en misa con su fiesta de pronto.
No es posible explicarte sino deletreándote
o enviando a la escuela la emoción de uniforme,
con zapatos de párvulo y un gran lazo en el cuello.
Amarte es despedirse abrazándote a un campo
que huele a regadíos y a un vellón trashumante
que hubiese ido de compras a una tienda de flores.
Exhalan tus dos pechos una jardinería
que asciende de las sábanas con que heredas la nieve.
Y está tu olor tendido, dentro de la hermosura,
con una piel tan blanca que te beso esquiando.