Estoy solo en mi casa,
ya lo sabes, y triste como siempre,
Me canso de leer y de escribir,
y necesito verte.
Ayer pasaste con tus hermanitas
por mi puerta; tú, seria, ellas alegres.
Irías a comprar alguna cosa…
Ganas tenía yo de detenerte,
tomarte despacito de la mano
y decirte después, muy suavemente:
—La noche está muy fría,
correr un viento inclemente…
Sube las escaleras de mi casa
y quédate conmigo para siempre.
Y quédate conmigo, simplemente,
compañeros, desde hoy, en la jornada.
Tendremos un hogar dulce y sereno,
con flores en el patio y las ventanas;
bien cerrado al tumulto de la calle
para que no interrumpa nuestras almas.
Tendrás un cuarto para tus labores,
¡oh la tijera y el dedal de plata!
Tendré un cuartito para mi costumbre
inofensiva de hilvanar palabras…
Y así, al atardecer, cuando te encuentre,
sobre un bordado la cabeza baja,
me llegaré hasta ti sin que lo adviertas,
me sentaré a tus plantas,
te leeré mis versos, convencido
de arrancarte una lágrima,
y tal vez acaricien mis cabellos
tus bondadosas manecitas blancas.